En ocasiones, una buena idea puede ser el principio del fin: bien sea por la incapacidad de regenerarla y trasladarla a terrenos imprevistos o, cuanto menos, distintivos, por la imposibilidad de hallar el dispositivo formal adecuado, o por no dar con el encaje narrativo que dote al conjunto de las aptitudes desde las que evitar un cierto estancamiento, una deriva que daría al traste con las posibilidades de la propuesta.
Dead Mail parte, en ese sentido, de una idea lo suficientemente sustanciosa: la presencia de la llamada Dead Letter Office (conocida en la actualidad como Mail Recovery Center, y situada en la ciudad de Atlanta), que se ocupaba de encontrar destino a aquellas cartas y paquetes que, por un motivo u otro, no iban a llegar a su destino; y de cómo a ella llegará una misteriosa carta aparentemente ensangrentada de alguien pidiendo ayuda. Algo que podría ser una simple broma, y que el encargado de esa oficina de “cartas muertas” decidirá si debe corroborar o no ante la extrañeza de la misiva en cuestión.
Con estos mimbres, los debutantes Joe DeBoer y Kyle McConaghy disponen las piezas de un puzle en constante reformulación, pues si algo sobresale ante todo en este menudo pero ávido ejercicio es esa construcción narrativa inquieta y precisa, que no se tambalea al trasladarnos entre los distintos escenarios que compondrán el epicentro del relato, ni duda un solo momento al ir desencajando los tiempos si con ello el manejo y gestión de la intriga, así como el interés que se pueda sustraer de la crónica, se ven beneficiados.
Estamos, pues, ante una obra que pese a la austeridad con que se mueve y la modestia de sus costuras, rechaza una timidez que podría haber jugado en su contra, avanzando con una desenvoltura que es sin duda una de las claves de que Dead Mail funcione como funciona. Una virtud que también se despliega en la faceta visual, encontrando en el grano y la textura de su fotografía argumentos desde los que, además de servir como ente contextualizador sin necesidad de aludir a la referencia, condensar un espíritu que dota del tono adecuado a la obra.
Como si de un ‹true crime› se tratara, los debutantes recomponen una singular crónica que toma cuerpo modulando el punto de vista a través de los testimonios de diversos personajes, pero que ante todo avanza con tenacidad y decisión, disponiendo las distintas piezas y recursos con la habilidad necesaria como para no caer en saco roto; y es que si bien es cierto que en alguna ocasión Dead Mail adolece de una cierta falta de concisión en lo expositivo, queda paliado por su capacidad por matizar un terror que se afianza en lo psicológico, descubriendo en el empleo del sonido una de sus grandes bazas.
Cabe destacar asimismo el buen hacer de un elenco donde sobresale uno de esos eternos secundarios como es John Fleck, dando vida al villano de la función, uno de esos individuos con la personalidad suficiente como para llevar el relato en volandas cuando este no encuentra incentivos por sí solo.
Dead Mail emerge de esta manera como uno de esos films que, más allá de estar preñados de cierta inventiva e imaginación, se articulan sobre una coherencia y una cohesión inevitables y cada vez más descuidadas en el género en el que se mueven DeBoer y McConaghy, quienes no solo plasman auténtica devoción por el mismo, sino también un mimo y un entusiasmo que por sí solos no llevan a nada, pero que acompañados de talento dejan piezas tan estimulantes y juguetonas como la que nos ocupa.
Larga vida a la nueva carne.