No sabemos a ciencia cierta si Daniel V. Villamediana gustaría de ser calificado como “autor”, no obstante, si rastreamos su filmografía los indicios, los estilemas están ahí, fundamentalmente pivotando sobre lo que parecen ya no solo marcas de fábrica sino obsesiones (en el mejor sentido de la palabra) del cineasta. Nos referimos a su búsqueda, a su inquietud constante por el proceso creativo, por la construcción, la depuración y el perfeccionamiento . Y no se trata tan solo de los temas retratados en pantalla, se trata siempre de autorreferencialidad, de metáfora ensimismada de su propio artefacto, o para ser más claros: Sus films se construyen y se depuran a la vez que los objetos de su filmación.
En este caso el objetivo es situarnos en un mundo tan desconocido como el de la música barroca, y lo hace mediante un ejercicio de teorización inversa. No se trata de pontificar sobre el cómo se construye un instrumento musical de sonoridad barroca, se trata de verlo, de sentirlo, de interiorizarlo. Por ello las imágenes se alejan mediante planos fijos y austeros, guardando respeto por el método para acercarse a posteriori sin tapujos al resultado final. Momentos donde se inunda la pantalla de música, de equilibrio entre la ondulación de las notas y el estatismo de una cámara que siempre va detrás de la melodía en su lucha por captar la belleza, la perfección de cada nota.
Por ello, Villamediana, introduce entrevistas con los implicados, como si la teoría fuera el último recurso, como si la palabra fuera el complemento a la imagen para tratar, ya no “cazar” sino explicar y comprender el significado oculto del sonido, de su métrica, de su oculta racionalización. No en vano, y mediante planos que remiten tanto a la épica fordiana como a las codas de Ozu, se nos introduce en la delectación de un silencio mostrado como la ausencia de sonido, pero no en negativo sino como la antesala, como el espacio necesario entre las notas, como si fuera el oxigeno cohesionador de la armonía musical.
Estamos pues ante un film hipnótico y a la vez exigente que muestra una titánica (y delicada) lucha que se produce al tratar de cohesionar elementos como la imagen , el sonido y el silencio. Un film que se sumerge sin miedo tanto en el fundido en negro como en el paisajismo de poesía silenciosa. Una película que se construye a través de los pilares de la matemática y del racionalismo, pero que, a su vez, y de ahí su título y su enigmática belleza, se sabe incapaz de ofrecer una explicación completa, dejando así recovecos de misterio, de incógnita espiritual, de campo por explorar.
Villamediana firma así su mejor película hasta la fecha, tanto por lo reconocible de los intereses del autor como por su capacidad de traspasar las barreras de su propia formalidad y dejar que el tema tratado las rompa, las altere y las haga crecer. La sensación es que es el cineasta el que, en su búsqueda conceptual, acaba por transformarse dejando a un lado una cierta rigidez dogmática de su concepción fílmica, sin renunciar a su esencia misma. Una película que traspasa el umbral de artefacto formalista y se constituye como un pieza de verdadera belleza, de tremenda profundidad.