Se intuye, ya desde sus primeros compases, que el cortometraje de Pennebaker va a consistir en un viaje puro hacia la abstracción a partir de la concreción de los contornos de una gran urbe. Enamorado de las líneas, formas y colores de Nueva York, traduce todo el caos, la enormidad y el movimiento febril e imparable de esta ciudad en un espectáculo de líneas en fuga y colores en tensión animados por la música del gran Duke Ellington, combustible cálido, esencial, con el que registrar el amanecer a un nuevo día de la célebre metrópolis.
Hija transoceánica y tardía de los experimentos fundacionales con la imagen del ruso Dziga Vertov (la intensidad e inventiva de El hombre de la cámara se encuentran, consciente o inconscientemente, en la génesis de la obra), Daybreak Express puede contemplarse, por una parte, como un impresionista y progresivamente frenético retrato de una gran ciudad (Nueva York) que, en su misma velocidad, termina diluyendo sus formas más reconocibles (edificios, calles, líneas ferroviarias) para conformar un caleidoscopio urbano de enorme carga sensorial que acaba casi neutralizando el origen figurativo del invento (la ciudad ha dejado de serlo para transfigurarse en un poético y emocionante amasijo de líneas y colores) en pos de crear un brillante poema audiovisual de raíz, como dijimos, prácticamente abstracta. Para ello recurre a una serie de estrategias de gran eficacia: aceleraciones, contrastes lumínicos, multitud de tipos de planos (fascinantes los nadir definiendo la majestuosidad de los rascacielos…), etc.
Otra forma de interpretación tiene que ver con la sincronía demostrada por los lenguajes empleados: el visual y el sonoro (aunque, por las sensaciones que transmite, casi podríamos hablar de un tercero, tirando de sinestesia: el tacto, pues la textura de sus imágenes se adivina tersa, suave, parecería que uno pudiera tocarlas tan sólo con los ojos). En lo que podríamos considerar casi como un proto-videoclip, Pennebaker (melómano irredento) logra armonizar la cadencia visual de sus imágenes con la cadencia sonora del jazz facturado por el Duque, cuya música siempre ha sintonizado hermosamente con el carácter de la vida neoyorkina. Entre ambas se alcanza un equilibrio preciso y formidablemente adictivo, que conduce a un maridaje audiovisual de acusado poder de seducción, de brillante montaje.
El resultado, sea cual sea el punto de vista, es la belleza. Pennebaker ha creado un cortometraje que, en su modestia y brevedad, es capaz de condensar el carácter de toda una ciudad mientras desgaja de ella versos escritos con la tinta de la más pura y genuina libertad cinematográfica (alentada, como bien sabía Vertov, por el acto más sencillo e importante de todos: el de saber mirar).