La presencia de un enemigo invisible es una de esas no-imágenes comunes que el cine de género ha empleado en más de una ocasión apelando a un terror apuntalado en la capacidad de sugestión más que en el propio impacto que pueda generar una estampa cualquiera. Dušan Milić, autor de otros títulos como Strawberries in the Supermarket, apela precisamente a ese horror en su cuarto largometraje, Darkling, desde el cual introducirnos en el foco del conflicto, concretamente uno de tantos acaecidos en la zona de los Balcanes a lo largo de los años 90.
El cineasta serbio retrata así una situación de incertidumbre de la que sus personajes, una familia compuesta por tres miembros —madre, hija y abuelo—, intentan cobijarse en cuanto cae el sol y se inician unas represalias de las que solo percibimos los efectos. El empleo del punto de vista, en ese sentido, sirve para trasladar el palpable desasosiego del mismo modo al espectador; un desasosiego que ni siquiera encuentra cierto desahogo en la presencia de unas autoridades que cada mañana llevan a la pequeña Milica al colegio, pero que se pierden en informes que no van a ningún lado para tratar la gravedad de una situación que parece llegar al asedio por momentos. Pura burocracia, una nota más en la que reflejar esa desazón desde la que invisibilizar asimismo una labor, la de la mentada autoridad, más bien testimonial en algunos de los casos, aunque Vukica —interpretada por Danica Curcic— encuentre cierto alivio en la presencia de esa pareja de soldados italianos.
Milić expresa de esa manera una indefensión que es recogida con mayor gravedad a través de la voz de Milutin, el abuelo de familia, que pone de manifiesto su desacuerdo ante tan laxa actuación. En Darkling, la única defensa se asemeja a una huida que los habitantes del lugar van asumiendo paulatinamente, pero que no parece entrar en los planes del (improvisado) patriarca familiar ante la ausencia de su primogénito. Es, de hecho, la cuestión lanzada por la pequeña Milica a su abuelo («¿Hasta cuando tendremos que esperar a papá y el tío?») tras la desaparición de sus familiares, la que mejor recoge ese deseo por abandonar e iniciar una nueva vida que Milutin no está dispuesto a aceptar tras pasar toda su vida habitando esa casa en mitad de las montañas.
Es en la firme postura del abuelo, pues, donde el cineasta encuentra un motivo desde el que alimentar no únicamente ese retrato psicológico que deriva en un terror constante y desafiante, sino también una disyuntiva cuya relación va más allá de las implicaciones de abandonar el propio hogar.
Un motivo que Milić refuerza con planos acechantes desde el bosque —que ni siquiera se apoyan en la subjetividad, certificando con inteligencia la invisibilidad de esa amenaza imperceptible—, pero transportando también ese espacio abierto, el único que se podría asemejar en cierto modo apaciguador, a los lindes de una pesadilla donde el idílico paisaje se convierte en un lugar impregnado por el desasosiego de la situación vivida. Darkling aprovecha la capacidad transformativa de la imagen para hacer que el horror emerja, casi súbitamente, en el lugar más improbable.
No obstante, y si bien esos apuntes resignifican una situación irrespirable por momentos, donde mejor emplea sus herramientas Darkling es en la traslación de esa inquietante atmósfera a unos interiores embebidos por la oscuridad; estos alcanzan su máxima expresión mediante imágenes que no rehúyen cierto simbolismo, y que cargan la atmósfera —reforzada por el notable empleo del sonido— con una fuerza que traslada la incomodidad y capacidad asfixiante de algunos momentos a un linde imaginario donde, en ocasiones, la emoción posee más vigor y entereza que la propia razón. Toda una declaración de intenciones que resuena con intensidad en la expresividad visual de un cine que no pierde un ápice de su vigor ni cuando el juicio parece imponerse para dotar de sentido a una crónica cuyo mayor acierto reside en dejarse guiar por las emociones.
Larga vida a la nueva carne.