No es el cine de monstruos el que más miedo me produce habitualmente, pero sí recuerdo que Alien, el octavo pasajero (1979), con su atmósfera opresiva y su viscosa criatura, logró inquietarme de un modo intenso e infrecuente. Sin desmerecer la labor de Ridley Scott y Dan O’Bannon, parece obvio que gran parte del mérito de esto corresponde al trabajo del suizo H.R. Giger, quien prestó su turbulenta y lovecraftiana imaginación a Hollywood para parir uno de los monstruos más icónicos de la historia del cine. Antes ya se había forjado un universo muy personal y perturbador que es el que explora este atractivo documental de Belinda Sallin, suerte de sosegada inmersión en el abismo creativo del citado artista. La apertura del filme ya sugiere una simbólica transición del mundo real al mundo imaginario de Giger: tras contemplar la apacible y luminosa normalidad del exterior de su hogar, la puerta se abre seductoramente para introducirnos en su siniestro interior, trasunto físico del alma del propio dibujante. Un viaje al lado oscuro en el que nuestro hombre decidió habitar, ya decididamente reconciliado con esos temores arcanos que alimentaron su imaginación y que logró apaciguar mediante el terapéutico ejercicio del arte, haciendo visible sus pesadillas para tenerlas en cierto modo controladas. Sallin ahonda en los entresijos de su obra para entenderla, más a ella que al propio personaje (si acaso cabe la opción de separar una del otro), y lo hace rehusando el bombardeo de información y priorizando un ritmo reposado que favorezca un cierto clima introspectivo y extraño, muy acorde, por otra parte, con la propia personalidad artística de Giger. En este sentido, no está lejos en intenciones del Iván Z de Andrés Luque, con el que comparte sobriedad tonal y verdadera curiosidad por desentrañar el significado artístico de la obra de los respectivos sujetos biografiados.
Esta agradecida inclinación hacia el análisis de la faceta puramente artística de Giger (su vida interesa sobre todo en la medida en que puede explicar su obra, mediante anécdotas puntuales que revelen las raíces inconscientes de su arte o a través de sucesos aislados y traumáticos —el suicidio de su expareja y musa— que arrojen algo de luz sobre la misma) no consigue, no obstante, hacernos olvidar que la estética y los modos narrativos empleados por Sallin son un tanto convencionales, pese a la distinción y el tacto con el que la directora filma al personaje en la intimidad de su día a día. Tampoco permite conocer con algo más de detalle los pormenores de su longeva actividad profesional, más allá de sus inicios en el diseño y venta de posters originales y su posterior consecución de fama internacional gracias al film de Ridley Scott. Quizás sea mejor así: sin mayores distracciones, asistimos prácticamente a la contemplación en bruto de su cerrado universo creativo, regido por una constante lucha de contrarios: vida y muerte, belleza y abyección, carne y metal, erotismo y repulsión. En cierto modo, esta serie de dicotomías, amén de certificar las complejidades y contradicciones que rigen toda existencia, descubren la clave de la singularidad del arte de Giger, que bien pudiera radicar en la simbiótica y perfecta fusión entre lo humano y lo artificial. Integrando lo orgánico en un contexto netamente mecánico (o viceversa), la inventiva y fértil imaginación de Giger logra expresar los grandes temas del arte (la vida, la muerte y el sexo) haciéndolos confluir en un único y fascinante magma creativo, cuya monstruosidad formal (no exenta de armonía e incluso de rara y extraterrestre belleza) atrae como un imán nuestra atención al tiempo que parece hablarnos de miedos atávicos desde el lenguaje libre y puro de la fantasía.
Lo más interesante de todo lo que revela Dark Star sobre Giger está contenido, en cierto modo, en ese momento de la película en el que el dibujante suizo recorre, en un tren de juguete cuyo trayecto ferroviario ha dispuesto él mismo en los dominios de su jardín, algo así como los intersticios de su propia memoria vital y profesional (escenificando un metafórico paseo por su subconsciente). La escena, cuyo jugoso potencial psicoanalítico no se le escaparía al psicólogo de turno, nos habla de un hombre recluido felizmente entre los muros de su propia imaginación. La contemplación posterior de su museo personal (con una llamativa barra de bar de techos que simulan una osamenta humana o animal), así como la decoración de su propio hogar (donde abundan calaveras, maquetas y dibujos hechos por él mismo), ratifican esta impresión, sugiriendo lo que ya comentamos al comienzo de este texto: cómo Giger había logrado no sólo domesticar sus demonios interiores, sino fraternizar con ellos hasta el punto de hacerlos parte literal de su propia vida. Es una pena que, tan magnetizada como está por su mundo y su obra, Sallin no se aparte un tanto aunque sólo sea para rastrear las influencias de un arte tan original (más allá de lejanas referencias a Egipto y a lo mortuorio en general) o para explorar más a fondo esa escisión entre arte oficial y popular que en cierta forma sufrió el propio Giger a raíz de Alien, y que Sallin sólo aborda de pasada.
En cualquier caso, estamos ante un documental elegante y oscuro como la imaginación del sujeto al que estudia y rinde emotivo tributo. Si uno acepta que durante el metraje predominará el elogio y la admiración generalizada (hay pocas sombras en el perfil que configura su directora) y una formulación audiovisual tirando a clásica (aunque nos ahorre —y se agradece muchísimo— una voz en off que actúe de guía), podrá al menos disfrutar dejándose llevar por la tétrica sensibilidad de uno de los artistas más poderosos e influyentes de la segunda mitad del siglo XX.