El plano que da comienzo a Terror en la ópera ya identifica una de las constantes del autor y del género que maneja. Un plano detalle del ojo de un cuervo que refleja el escenario principal de la película referencia una obsesiva fijación por la mirada y la percepción que otorga sobre la realidad. Esta morbosa fascinación resulta el eje central de numerosos ‹gialli› tanto que se considera una de sus grandes cualidades, junto a los múltiples recovecos de la mente y los ardides de la memoria, por su poder ilusorio y su capacidad de deformar nuestros recuerdos y sueños más ocultos. Todas estas peculiaridades conforman el esqueleto de Terror en la ópera, la que muchos consideran la última gran obra del cineasta italiano que, según parece, ha tocado fondo con su reciente Drácula 3D.
La historia se centra en los avatares de una cantante de ópera sustituta que consigue el papel protagonista en una adaptación de Macbeth, tras un accidente sufrido por la cantante principal atribuido al carácter maldito de la obra, que trae el desastre a cualquier intento de revisión. Su debut suscitará las ansias asesinas de un desconocido individuo, que comenzará a actuar en el entorno más cercano de la protagonista. A partir de aquí la película se estructurará sobre una base ‹giallo› prototípica con sueño difuso y traumas sexuales reprimidos que el director lleva estudiando a lo largo de toda su carrera.
Resulta muy interesante el carácter que el director atribuye a la psicopatía del antagonista: ‹voyeur› reprimido, sólo consigue la liberación sexual a través del asesinato en presencia de un tercero. El trauma escondido que se revela tras la primera actuación de Betty, desencadena un imparable torrente de muertes con nuestra protagonista de eje, lo que dará lugar a una de las imágenes más bellas y turbadoras de toda la filmografía del italiano: una impotente Betty amordazada y maniatada a una columna, incapaz de apartar la vista del horror debido a unas agujas situadas bajo sus ojos, que amenazan con rasgar su párpado si se atreve a cerrarlos. Argento llega en este caso a la cumbre de su malsano juego con el espectador estableciendo un paralelismo entre la impotencia de Betty por apartar la mirada y la del propio espectador en su atracción morbosa por el espectáculo grotesco. Más inquietante y repulsiva que sus secuencias más truculentas, se establece como estandarte de la obra y como una de sus construcciones más sugerentes, por su crudeza y carácter metaficcional.
No puedo dejar de dedicarle otro pequeño apunte al trastornado asesino. Ya presentes en la obra pasada del director, numerosos detalles, secuencias oníricas y recuerdos perfilan el carácter del enfermo y dejan entrever su retorcido trauma. La presencia de calculados objetos fálicos entre los que destaca el cuchillo con que acaricia la pantalla en la que aparece Betty remarca la dicotomía inherente al ‹giallo› entre sexo y violencia, sustituyendo en este caso la penetración por su reverso mortal en la cuchillada. Explicaciones racionales aparte y desde un acercamiento puramente psicoanalítico (como suele ser habitual en el género), los repetidos sueños revelan los cauces de la represión de recuerdos traumáticos, así como una atracción por el sadomasoquismo y fetichismo que ya desarrollara el director por los pies y los zapatos de tacón en Tenebre.
Olvidándonos de la psicología de personajes, Argento demuestra una vez más su conocimiento milimétrico de los mecanismos del terror y de la construcción de atmósferas asfixiantes, que alcanzan su máximo exponente en las escenas de asesinato. Destaca la tensa secuencia en el apartamento de Betty (homenaje colorista a Suspiria incluido) en que la duda sobre si el policía que las vigila es el asesino desemboca en una bella, desfasada y artificiosa muerte a cámara lenta. Por otra parte, alguien debió advertir a Argento tras Phenomena sobre la inclusión de ‹heavy metal› chusquero en los momentos más tensos, que más que contribuir al ‹crescendo› lo lastran enormemente. Cuánto os echamos de menos, Goblin.
Nada más apropiado para la fastuosidad y barroquismo estético de Argento que los enormes decorados de una ópera, que combinaría con los complejos alardes técnicos a los que nos tiene acostumbrados: complejos recorridos en ‹dolly›, ingeniosos encuadres y recursos visuales, y una cámara inquieta e incansable en su afán rupturista del sistema clásico. Esto último queda patente en las continuas variaciones en el punto de vista, haciendo partícipe al espectador de la acción en contraposición a la clásica posición de observador pasivo. Aunque agradable y vigente en la mayoría de los casos, esta actitud contestataria deja en evidencia al director romano en alguna ocasión, por la rudeza de sus cortes y sus continuos cambios de eje.
Esta obra, junto con Phenomena, supone una muestra de las dos vertientes principales que cultivaría el director a lo largo de su trayectoria, el fantástico y el ‹giallo›, además de resultar claves como representación pura de la concepción del cine de este controvertido cineasta italiano, que califica sus obras como bellas pesadillas con un sentido de la lógica propio, ajeno a la realidad. Esperemos que retome estos cauces, que nos sorprenda una vez más.