Mucho ojo con el último trabajo de Whit Stillman, que retoma labores de dirección tras un prolongado periodo de 13 años luchando por guiones que todo el mundo rechazaba, porque presenta una de las actualizaciones más refrescantes que ha vivido el género de la comedia universitaria en los últimos años. Por sus precedentes y ambiciones quizá resultaría más conveniente denominarla una reinterpretación o incluso reformulación de las claves que establecieran los enormes John Belushi y John Landis en la archiconocida Desmadre a la americana. Una rara avis en el cine independiente americano que pasará, por desgracia, sin pena ni gloria a lo largo de la cartelera española y que establece a su director como una personalidad a seguir en el territorio de la comedia dialogada más interesante y valiente.
Realiza un retrato del ambiente estudiantil que rodea a la universidad ficticia Seven Oaks a través de los ojos de una nueva alumna, una Analeigh Tipton de hipnótica belleza, en su introducción a las peculiaridades del centro de la mano de un curioso grupo de bienvenida formado por unas ingenuas y a la vez precoces púberes decididas en su empeño por mejorar el mundo, o al menos su entorno más cercano. Sus ambiciosas aspiraciones pasan por cambiar el mal gusto imperante en cuestiones de etiqueta y proclamar la afición por la higiene en el ecosistema de las fraternidades, siendo pilares clave para el desarrollo personal y la consecución del éxito. Por otra parte, se encargan del club de prevención de suicidios recetando terapias de claqué y donuts. Como última muestra de bondad desinteresada, sólo aceptan salir con hombres inferiores intelectualmente (y no demasiado guapos), con la esperanza de reformarlos y ayudarlos en todo lo posible.
Lo primero que llama la atención en Damiselas en apuros es su indefinición temporal. Quizá no venga dada tanto por sus escenarios, representación de una universidad americana actual, como por el comportamiento de unos personajes que parecen vivir completamente ajenos a los avatares de su tiempo hasta el punto de parecer salidos de otra época. Esta época vendrá marcada por uno de los referentes claves del director, Francis Scott Fitzgerald, y su retrato de la clase intelectual más refinada en la América de los años 20, trasladado a la constitución de cuatro pijas al borde de la edad adulta cuyas reacciones a los problemas asociados a la adolescencia adquieren un cariz de una pedantería exquisita (quien hubiera pensado que esas dos palabras podrían convivir alegremente). Ese rechazo de la época moderna a pesar de su marco supuestamente contemporáneo también se evidencia en la negación del impacto de tecnologías ligadas a la juventud como la expansión de internet o el fenómeno móvil, decisión coherente con el resto de su discurso. Así, con su carácter anacrónico, se aleja de un realismo que nunca pretendió estableciendo un universo ficticio en los alrededores del centro Seven Oaks.
Digamos que se apropia de los clichés más primitivos del género a la hora de construir sus personajes para posteriormente jugar a humanizarlos, sin olvidarse en ningún momento de su condición primaria de caricatura. Esto deriva en unas personalidades extremas de las que poder reírse abiertamente, aunque paradójicamente, de una manera totalmente respetuosa y alejada de la sátira. Así, la más que evidente ingenuidad del relato queda un tanto velada por un sugerente empleo de la ironía utilizada directamente contra sus personajes, sin permitir posicionarse al espectador. El optimismo desbordante del grupo protagonista y sus vías de realización evidencian una arrogancia que no se esconde en ningún momento, y las primitivas reacciones del componente masculino no necesitan mención. Asimismo, a pesar del tono alegre que se traslada hasta el aspecto visual se plantean reflexiones sobre temas tan importantes como la depresión o la crisis de un sistema educativo que se insinúa en varias ocasiones.
Esto me lleva a reflexionar sobre su género, algo inútil aplicado en obras que no admiten encorsetamientos como Damiselas en apuros pero que me ayudará a transmitir la libertad y desenfado que esconde su lucido y amable envoltorio. Arriba la traté de comedia, y es verdad que funciona en la línea de comedia dramática del Allen más reposado, pero habría que destacar aquí tanto la autoría de Stillman como su particular concepción del contrapunto cómico, sugerente, reflexivo y en ocasiones inexistente, muy alejado de la construcción del gag característica del gafas neoyorkino. El aspecto dramático también resulta peculiar en su amable retrato de las cuitas adolescentes, tornándose en ocasiones taciturno y esquivo en contraste continuo con la frivolidad de su tono. Finalmente, unas ataduras que ya se habían demostrado débiles acaban por ceder ante la energía de una propuesta tan dinámica, lanzándose al vacío en dos simpáticas secuencias musicales. Al fin y al cabo, ¿no resulta éste un desenlace adecuado para una obra que siempre se sintió más en sintonía con cualquiera de los mágicos trabajos de Astaire que con la estresante y aburrida actualidad?