El cine de terror siempre ha tenido una especial predilección por los espacios, ya sea desde su capacidad como potenciadores de atmósferas, definidores de un paisaje en el que concretar su tono, o incluso en la disposición de los mismos encapsulando una tensión en no pocas ocasiones necesaria para el género. Rasmus Kloster Bro debuta, y lo hace contribuyendo a alimentar la virtud que un escenario puede poseer en un marco como el del horror, un horror que en Cutterhead nos traslada al epicentro de las labores para la construcción de un metro, abasteciendo emplazamientos reales que sin duda sostienen la naturaleza de un film armado en torno a estos.
Aquello que se podría definir como una inmersión propuesta en lugares a cada cual más claustrofóbico —más allá de si los personajes que pueblan la cinta se encuentran bajo tierra, con las respectivas dosis de turbación que ello siempre supone—, encuentra en Cutterhead a través de la interpretación de su protagonista, Christine Sønderris, un terreno en el que asentarse; la figura de la actriz emerge en la consecución de un ‹tour de force› que va más lejos de lo meramente físico, asiendo también una variable psicológica surgida tanto de la confrontación con esas dos personas con que se verá obligada a compartir espacio, como de la propia perseverancia que llevará a Rie a intentar encontrar nuevas salidas ante lo que se propone como una tumba en vida. Es quizá en ese ámbito, donde el film de Kloster Bro se muestra más torpe, aludiendo un componente familiar que, sugerido, sirve para dotar de una cercanía mayor a los personajes, pero no termina de funcionar en su intento de humanizarlos cuando expone una versión más íntima, que sin afianzarse como acercamiento, se siente demasiado forzada y fuera de lugar —tal como sucede con la relación que se desarrollará entre Bhran y Rie, cuyos intentos por comprender la situación del inmigrante, no hacen sino evocar esa mirada que parece fallida y se pierde por el camino—.
Ese intento de aproximarse a los protagonistas desde una faceta afectiva quizá choca con las intenciones de un film por otro lado firme con su propósito. Lejos de determinar su alcance en el entorno propuesto, que se dispone en una realidad tangible, el cineasta danés logra mediante un magnífico trabajo de cámara y una mutación completa de los escenarios en los que se desarrolla la propuesta, acceder a espacios en los que fomentar un nivel de abstracción que se concreta en una puesta en escena más atrevida de lo que se presumía en un principio. Kloster Bro demuestra un arrojo que lleva la propuesta fuera de sus propios lindes, y alcanza cotas mayores, proponiendo secuencias que, alejadas de todo ámbito racional y siendo arrastradas por lo extremo de la situación, dibujan una concepción tan primigenia como angosta, que funciona a niveles inimaginables, incluso desposeyendo al marco fijado de toda fisicidad palpable. Cutterhead no se conforma en ese sentido con resultar un ejercicio tan tenso como opresivo, hasta por momentos agotador, que se consolida en una labor técnica donde imagen y sonido se funden con cada uno de los rincones de ese túnel inabarcable, cuya configuración nunca llegamos a concebir debido al férreo trabajo del cineasta; Cutterhead decide atravesar el umbral que plantean esas propuestas comprendidas en la dimensionalidad de un sitio concreto, y lo logra haciendo que ese comportamiento irracional que asola al ser humano en las situaciones más inhóspitas se traslade a cada recoveco de su obra, llevándolo todo a un último plano que, lejos de sostenerse en el estado propio de la realidad que dibuja, lanza un nuevo e incómodo escenario capaz de certificar por sí solo las cualidades de un film tan osado como finalmente satisfactorio.
Larga vida a la nueva carne.