Lejos de las luces de los focos, el Festival de San Sebastián ofrece cada año en las secciones paralelas una serie de títulos a tener muy en cuenta, habitualmente inadvertidos dentro del caos que supone cuadrar los horarios de una programación que tiende a ofrecer pocos resquicios para el riesgo.
Mientras The Face of Love se proyectaba en el Victoria Eugenia y Annette Bening copaba los titulares, el primer día de la 61ª edición también traía silenciosamente Cutie and the Boxer, primer largometraje del joven neoyorquino Zachary Heinzerling, ganador del premio a la Mejor Dirección Documental en Sundance. Es la historia de los cuarenta años de matrimonio entre Ushio y Noriko Shinohara, una pareja de artistas japoneses afincados en Nueva York y separados por veintidós años de edad.
Cuando Ushio entra en su octava década, está a punto de inaugurar una exposición sobre un arte cuyo legado se presenta dudoso en el tramo final de su vida. Su técnica principal siempre ha consistido en pintar unos guantes de boxeo y propinar golpes inconscientes a un mural en blanco, aunque también realiza esculturas a partir de materiales hallados en plena calle. Las pinturas de Noriko, por su parte, intentan ahora plasmar la frustración sufrida a través de toda una vida sumergida en lo que parece una continua dependencia de su marido.
Desde el primer momento, el espectador percibe que vivir del arte no ha ayudado al exiguo nivel de vida actual del matrimonio, que sin embargo parece bastante cómodo aun echando la vista atrás y contemplando el sufrimiento que ha atravesado. Pero Noriko, que conoció a su marido cuando este era un prometedor artista que luchaba por consolidarse, aparenta no haber traspasado el muro de conformismo y fracaso que rodea a una mujer siempre a la sombra de un hombre ya de por sí entregado aparentemente en vano a su creación.
A partir de las continuas apariciones de Bullie y Cutie —alter egos de los protagonistas en la creación de Noriko—, el punto de vista femenino cobra especial relevancia. Las animaciones que surgen de su obra se convierten en el centro de una narración sencilla y concisa en su convergencia de formatos —también se sirve de imágenes de archivo y vídeos caseros de la pareja—, que avanza provocando un intercambio de roles constante entre ambos personajes. Lo que al principio parecía una relación desequilibrada, con un tortuoso pasado plasmado en los dibujos de ella, se va tornando poco a poco un retrato de la comprensión y pasión que inunda su día a día.
Y es que, según transcurren los minutos, comprendemos que Cutie and the Boxer versa sobre el amor incondicional y la necesidad mutua que han ido desarrollando ambos personajes según pasaban los años. El aguante y sufrimiento de ella siempre estuvo acompañado de la carga que arrastraba él por no haber acabado de demostrar en Nueva York lo que apuntaba en el Japón de la posguerra con sus murales. El alcoholismo de Ushio y la temprana llegada de su único hijo, tercer personaje del film y criado entre referentes adultos descontrolados, no hicieron más que aumentar una dependencia entre personajes opuestos, separados por veinte años de edad y envueltos en un aura de artistas fracasados, pero cuyos procesos creativos entroncan fuertemente con el amor tierno y perecedero que se profesan.
Los propios testimonios de los protagonistas en los minutos finales lo dejan claro: al igual que Bullie y Cutie, Noriko y Ushio se han amado tan arrebatadoramente que han convertido su relación en un ruido difícil de comprender desde fuera, que se va evaporando al final de sus vidas para hacer más obvia la necesidad mutua que tienen y la paz que ha terminado por dejar.
En definitiva, Cutie and the Boxer es un documental sorprendente y tierno, que sabe alejarse lo suficiente de la narrativa convencional para contarnos un relato tan interesante como evocador que encierra las claves de lo que, como revela al final Noriko, «no es una típica historia de amor». Y quizá nunca pretendió serlo.