Xavier Legrand nos presenta con Custodia Compartida otra de esas películas indie-sociales que tanto gustan a las multitudes señaladas por el conformismo y el mal gusto. Es así como, dentro de esta área de mímesis, reiteración y desgana, el director francés nos sitúa ante una primera secuencia que nos muestra el proceso de divorcio en un juzgado de un matrimonio tipical humanis. Todas las palabras de sus abogados, que al fin y al cabo solo llevan a la hipérbole el germen del pensamiento que los propios elementos en vías de ruptura rumian en su mente, recuerdan a esos efectos que afectan a la joven que retrata David Foster Wallace en su La persona deprimida, es decir, a los producidos por unos estrategas sin escrúpulos —los padres, no los abogados— que, no conformándose con ese problema enquistado en la especie humana que consiste en tener hijos por el hecho esencialmente egoísta de “querer” tener hijos, dan un paso adelante para desequilibrar emocionalmente a la víctima mediante apariencias que intentan camuflar no solo sus intereses económicos y vitales, sino también su sadismo difuso. Da tiempo a pensar todo esto y mucho más en unos estiradísimos minutos iniciales, en los que no se agota esa pretensión de querer representar la angustia, la frialdad y la pesadez de toda esa burocracia que va de la impersonalidad a la ineptitud aderezada con sus toques de maldad, hasta que dices: ¡Oh, bravo, qué original!
Pero todo cambia, y es que poco a poco te vas dando cuenta de que se te ha ido la pinza desarrollando todas esas ideas que aquí arriba he relatado —aunque reconozcas que identifican a un número extremadamente amplio de personas en el mundo— cuando ante ti se va desplegando un relato en bruto de violencia de género. Es así como Xavier Legrand nos lleva del interior de la furgoneta (en la que recorremos unos cuantos kilómetros, Uber me cobró 6’20 euros a la salida de la sala, lo digo para que llevéis en monedas) de un paletón agresivo de estos de manual al interior de la casa de la mujer huidiza que no sabe ya que hacer para escapar de este hombre que la persigue. Entre medias de ellos el hijo en permanente estado de pena, pesar y nervios como principal víctima de todo esto —una víctima que, no está de más decirlo, lo es en doble sentido y a dos niveles, y es que se ve tan afectado dentro de la narración en tanto que sacrificado por la voluntad desmedida de su padre; como damnificado desde su propia vida por ese interés, que nunca he comprendido muy bien del todo, de aquellos progenitores que insisten en animar a sus hijos a continuar realizando actividades extraescolares para las que no siempre se tiene talento—. A partir de aquí todo será un tensar la cuerda de una relación entre acosador y acosada carente de cualquier tipo de complejidad constituida por estereotipos muy tópicos y siguiendo, eso sí, un in crescendo muy loco y muy medido que deriva en situaciones muy tensas.
En resumidas cuentas, de todo esto solo queda una evidencia, y es que, sin tan comprometidos están estos auteurs con la sociedad, igual deberían comenzar con un primer paso sencillo y, creo yo, inteligente y derivado de un fuerte sentido de la responsabilidad: es decir, no empezar a hacer cine.