Un ambiente tóxico y un contexto desfavorable son los ingredientes que moldean la personalidad de Jessica, la hermana mayor de dos que debe ayudar a su madre a llevar a buen puerto las rutinas de un hogar marcado por un hecho en concreto: la convivencia establecida con el padre y marido de ambas, que se percibe con temor ya desde el momento en que la madre de Jessica le pida ir a buscar una provisión de alimentos a Cáritas para que no haya ningún incidente ni palabra subida de tono por parte de esa figura paterna; una figura que si bien no hace acto de aparición en todo el cortometraje, pues solo se advierte su presencia a través de diálogos y una llamada telefónica, emerge como un sujeto temible cuyo dictado hay que seguir al pie de la letra. Todo en vísperas de una noche de San Juan que Jessica había decidido pasar con su pareja, otra muchacha del barrio, pero que sin embargo virará su rumbo debido a ese pequeño recado que debe llevar a cabo la protagonista, a quien acompañará su hermana Alma.
En Cura sana ya se percibe esa violencia desde una primera secuencia donde Jessica pelea, supuestamente a juzgar por el diálogo que abre el film, todavía con la pantalla en negro y los títulos de crédito haciendo acto de presencia, con una compañera de escuela. Lucía G. Romero filma ese instante sin que la concebida violencia se muestre en plano, si bien se sustrae la cruda tensión de un descarnado momento del contrapicado con que retrata a la protagonista mientras ejerce uso de la fuerza. Ello es solo un apunte de que el entorno que la rodea no es el más adecuado, ya sea por una desatención o porque las conductas que percibe la llevan a actuar con una impunidad que se antoja patente. Algo que se desprende asimismo de la forma en cómo responde y trata a Clara, su madre, en un tono que no beneficia para nada la comunicación y, por si ello fuera poco, suscita una rebeldía que Clara no ataja por más que finalmente logre convencer a Jessica de que cumpla el pedido que le realiza.
Lucía G. Romero nos acerca a todo ello empleando un estilo que bebe del documental, en especial en esa aproximación que realiza con la cámara sobre sus personajes, y que mezcla esa adolescencia problemática con notas de ‹trap›, sonrisas y miradas cómplices y un sentido de la responsabilidad que no se activa hasta que las consecuencias parecen ser inasumibles. Pese a todo ello, la cineasta realiza un retrato que, lejos de su secuencia inicial, y de ese instante entre ambas hermanas donde la pequeña reprenderá a la grande con palabras que llegarán más hondo de lo que pudiera parecer, no nos sumerge ni mucho menos en un clima que bien podría ser irrespirable, pero que prefiere evitar en pos de ese trazo a caballo entre la adolescencia incipiente y una concepción ilusoria que, matizando el tono con sencillez, sobrevuela una pieza a tener en cuenta, que no cae en tremendismos y evita las derivas de una “pornomiseria” que otros no hubieran dudado en reflejar. Ello no implica que Cura sana no provea una visión consciente de la realidad que retrata, y renuncie a establecer una mirada crítica que se establece desde el propio relato, haciendo del cortometraje galardonado con el Oso de Oro una obra, si bien menuda, lo suficientemente madura como para seguir un talento que cuanto menos se articula con voz propia.
Larga vida a la nueva carne.