El 16 de abril de 1746 tuvo lugar uno de los más tristes y salvajes episodios de la historia de Gran Bretaña. Un capítulo tildado por algunos nacionalistas como un acontecimiento heroico y digno de recordar, siendo motivo de vergüenza para quienes únicamente observan los acontecimientos desde un enfoque puramente humano. Se trata de La batalla de Culloden. Disputa que enfrentó a una legión de Jacobitas, con apoyo de un ejército de desharrapados pertenecientes a la vieja sociedad escocesa organizada por clanes y tribus que apoyaban la restauración de la dinastía de los Estuardo, y al poderoso ejército británico liderado por la jerarquía de los Hannover.
Encabezando la causa Jacobita se hallaba el joven y amanerado príncipe Charlie, un cobarde y caótico aristócrata que llevó a la muerte y destrucción a todo un ejército de campesinos, labriegos y descastados que fueron obligados a enrolarse en las filas de un batallón que no contaba ni con el adiestramiento militar ni con el equipamiento necesario para poder hacer frente a una milicia perfectamente preparada para aniquilar a su enemigo como era el ejército británico comandado por el carnicero Cumberland, un noble de tendencias sádicas, alcohólico y mujeriego, que se afilió con toda una serie de mandos militares deseosos de masacrar a su enemigo, ejecutando uno de los mayores genocidios de la historia de Europa.
La batalla duró unas pocas horas con el triunfo aplastante del bando británico. La falta de pericia militar de los jacobitas, unido a su desorden y falta de organización, convirtió el campo de batalla en una máquina de picar carne escocesa. Más de 6.000 hombres descuartizados por los cañones y las afiladas bayonetas de un regimiento que tenía órdenes de no mostrar ningún atisbo de piedad, rematando a los heridos y no haciendo prisioneros. Y tras la batalla el infierno. Degollamientos masivos, ejecuciones sumarísimas de hombres desarmados, saqueos, violaciones, descuartizamientos de niños recién nacidos… El horror de la guerra promovido por un Cumberland feliz de oler la sangre del enemigo con una crueldad impropia de un ser humano, dando lugar a la total desaparición de una sociedad, la ordenada por clanes escoceses, que fue extinguida y prohibida de la faz de la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Y con la derrota, los aristócratas y reyes que condenaron a la perdición a su pueblo huyeron como ratas buscando mejor cobijo en otros lares, sin arrepentimiento ni cargas de conciencia. Ese príncipe Charlie asquerosamente regio, frívolo y absolutista. Al fin y al cabo, las ratas campesinas que estaban a su servicio no supieron defender los intereses de sus amos. ¿Por qué mostrar arrepentimiento por haber provocado una matanza sin sentido? Siempre ganan los mismos. Siempre pierden los miserables.
Con estos mimbres históricos Peter Watkins, uno de los más radicales renovadores del lenguaje cinematográfico de la historia del cine y sin embargo un outsider desterrado de popularidad al que se le presta muy poca atención en comparación con la importancia que su aportación ostenta en el devenir de la narrativa y estructura genérica del cine, tejió uno de sus documentos más poderosos e influyentes. Pues Culloden es una de sus películas más importantes por varios motivos.
En primer lugar asistimos al nacimiento de un género cinematográfico: el docu-drama o falso documental. Watkins fue uno de los primeros cineastas que combinaron sin ningún tipo de ataduras la narrativa del reportaje periodístico derivado de la televisión con el cine. Y de un modo novedoso y radical. Sus películas no eran documentales, pero tampoco podían ser catalogadas como cine de ficción. Estos dos componentes se daban la mano formando un todo indisociable que capturaba con una mirada fascinante y aterradora la cruda realidad, otorgando un realismo escalofriante cuando no espeluznante a unas tramas que se hilaban con una clara deformación de estilo dentro de un enfoque de absorbente reflejo irreal de la verdad más doliente.
En este sentido la cinta se abre con una serie de primeros planos de los rostros de los principales protagonistas de la batalla, que como si estuvieran siendo entrevistados por un reportero contarán al espectador, mirando directamente a nuestros ojos, las causas y motivos que les ha llevado a estar presentes en la batalla de Culloden. De este modo la cámara de Watkins, siempre nerviosa mimetizándose con el entorno y los parajes salvajes y beligerantes que desprende la puesta en escena sita en el mismo prado donde tuvo lugar el acontecimiento histórico, recorrerá los rostros de los principales afectados quienes serán entrevistados minuciosamente por un Watkins quien desea transmitir una extraña sensación de quietud y cercanía en estos momentos preliminares.
Así una inquietante sensación de realidad envuelve nuestra mente. ¿Qué estamos contemplando realmente? No, esto no es una película. Es otra cosa. ¿Es un documental? No, no puede ser un documental. Los auténticos protagonistas están muertos, o por la batalla o por el simple hecho del paso del tiempo. Culloden es un reportaje televisivo. Pero… no. Las entrevistas, si bien ostentan un halo de improvisación ciertamente hechizante, parecen que responden a un guión perfectamente estudiado al milímetro por sus creadores. Pero la cámara telegrafía una especie de relato televisivo. Sus movimientos nerviosos al hombro de su propietario, sus encuadres fotográficos que encapsulan los primeros planos de los entrevistados, la narración por parte de una especie de periodista que lleva la voz cantante del relato como esos reporteros con ganas de ser más noticia que la propia noticia ¿Qué es Culloden pues?
La respuesta es clara. Culloden es Peter Watkins en estado puro. Es Peter Watkins desatado. Sin duda una propuesta innovadora, política, extrema, contundente y revolucionaria. El nacimiento de un género, el falso documental, en un largometraje arriesgado y rompedor de toda influencia clásica que fue ideado en principio para ser expuesto en televisión. Un documento que engatusa con una reconstrucción ágil, crítica y muy afilada de los acontecimientos históricos que retrata. En este sentido, Culloden logra sus objetivos. Incomodar al espectador contemplando un espectáculo dantesco, casi gore, sin mostrar apenas escenas sanguinolentas ni perturbadoras. La demolición es conquistada desde la cercanía. Desde la realidad de un contexto deformado por historiadores interesados. La guerra no puede ser heroica. La guerra es cruel y alienante. Como esa Guerra del Vietnam que estaba en boca de todos los noticiarios en la fecha en la que se estrenó la cinta de Watkins. La emisión de los muertos, de los ajusticiamientos, de la cobardía de los generales que obligan a saltar a una muerte segura a padres de familia, a niños sin experiencia vital a ancianos marcados por el sol y la dureza del trabajo labriego… conmueve y eriza la piel.
Puesto que Culloden se eleva como un portentoso alegato antibelicista. A Watkins no le interesa la sangre ni la épica de la batalla. Le preocupa por contra mostrar el perfil humano de los protagonistas. Que nos sintamos familiares de aquellos que sabemos de antemano van a morir por una causa para la que no existen respuestas ni preguntas que prejuzguen. Y le atañe el imaginario ideológico y político del film. Ese cuadro de pinturas negras de Goya que condena al martirio a las minorías carentes de protección. A los pobres y marginados. Manteniendo en el poder a la aristocracia europea que se reparte como una simple partida de ajedrez el poder y el dinero conforme a sus propios intereses. Pues Watkins no esconde sus simpatías hacia los perdedores: ese ejército de pordioseros jacobitas, despeinados y faltos de uniforme marcial. Marcados con cicatrices. Feos. Desdentados. Escasos de medios. Obligados a combatir por un sistema injusto destructor de la libertad. Y tampoco disfraza su odio hacia la prepotencia de los mandos militares británicos. Unos comandantes despiadados, déspotas, bárbaros que se vanaglorian de mostrar su superioridad sin ningún tipo de escrúpulo. Y también exhibe su desprecio hacia la nobleza representada en la Casa Estuardo, presentando a esas viejas castas regentes europeas caducas y crepusculares que solo buscan mantenerse en el poder a cualquier precio, incluida la extinción de su propio pueblo.
Desde el punto de vista técnico la película no tiene ningún desperdicio. Articulada a través de una serie de tomas fijas de los primeros planos de los diferentes actores protagonistas, Watkins igualmente insertó unos complejos picados y planos generales a pocos centímetros el suelo conectados con esa nueva forma de concebir la narración audiovisual televisiva. Una puesta en escena que nos introduce en pleno furor de la batalla, con movimientos nerviosos, desquiciados, frenéticos que aspiran el humo de los cañones y las salpicaduras de sangre. Una observación objetiva y no contaminada de los hechos descritos, moldeada con unos encuadres precisos de alta arquitectura escénica.
Tras la culminación de la masacre, Watkins centrará su atención en evidenciar la continuación de la misma. Una matanza auspiciada por el gobierno. La de los saqueos y violaciones de la población civil. Las del ajusticiamiento de los heridos maltrechos que yacen agonizantes. En este segundo segmento Watkins decidió apaciguar su mirada. Planos elegantes, tranquilos, pulcros y estáticos que publican en primera persona las bestialidades ideadas por los mandamases del ejército británico, convertidos en hombres de las cavernas a quienes no les importa desfigurar su condición hacia resortes más propios del mundo animal.
A través de los rostros de los perdedores, el británico Peter Watkins consiguió erigir uno de los mayores monumentos cinematográficos de la historia. Una película que inició un género: el falso documental. Una cinta imprescindible, visualmente impecable, moralmente demoledora. Una obra que muestra sin complejos esos agujeros negros que detenta un ser humano contagiado por los tambores de la guerra. Y con ello nos conciencia de la delgada barrera que separa lo heroico de lo grotesco. La épica del infierno. Pues la guerra no es más que una deformidad que devora cualquier símbolo de humanidad. Sin duda una obra maestra imperdible.
Todo modo de amor al cine.