A veces uno ya no sabe cómo debe ver películas, o abordarlas, si con el chip de lo políticamente correcto o en modo aceptación, y no ver en los actos un mensaje encubierto de las cosas (o verlo como algo normal, que también puede ser). A un chico le gusta otro y por ese motivo le empieza a hostiar en clase, el otro entiende bien de qué va su compañero y también decide liarse a palos con él. Y así es como surge el amor, rompiendo tópicos y alguna que otra crisma. Serán cosas que se hacen cuando tienes 17 años, peleas que no son palizas, juegos de niños y otras soluciones verbales de menos de un minuto para problemas algo más reales (ajenos a esta cinta francesa).
El cine francés tiene un gran mérito: puede estar una hora y media sin contarte nada relevante y alargando lo que tú ya sabes que debe acabar pasando, para que en la última media hora se salve todo el metraje de algún modo extraño e impreciso —casi se diría que injustificado y caprichoso— y te haga levantarte de tu asiento con una sensación de haber visto una película más o menos aceptable y hasta haber sentido todo lo que te pedía que sintieras. Sensaciones, lamentablemente, que no duran demasiado tras el abandono de la sala, y cuya lección de vida es inexistente.
El otro día escuché, o leí, a un experto en Internet (¿?) diciendo que a los usuarios de Internet no les gusta que divagues con tus contenidos, que lo que ellos quieren es leer algo muy concreto sobre un tema y después volver a su WhatsApp a divagar con sus amigos sobre penes negros. Me pregunto si todo eso se podría trasladar al cine (y en general al resto de la vida), y de repente descubrir que todas las conversaciones que uno tiene no te las escucha nadie, porque en realidad están pesando que eres un pesado que no dice lo que tiene que decir en un minuto y ya, a callar después… en el fondo porque a pocas personas les gusta el silencio al estar con los demás, y acaban por sacar temas muy obvios y también muy cortos (que de tal simpleza no dan para divagar con nadie).
André Téchiné tiene más de 70 años y puede que todas estas preocupaciones le importaran un carajo, tanto ahora como antes. Es probable, pero al dirigir Cuando tienes 17 años ha hecho justo eso, una película de adolescentes (quién sabe si también para ellos) que divaga haciéndonos creer que está desarrollando una atmósfera perfecta para el desenlace, pero lo único que hace es empequeñecer su obra en todos los retazos en los que no vemos a Sandrine Kiberlain, cuyo personaje carece de importancia respecto a la trama, pero cuya actriz la hace más grande (la trama), y por eso el hecho de que al final ella cobre importancia (e intensidad) salva lo que hasta entonces era una sucesión de ruptura de tópicos —en muchos casos ya rotos— sobre la adolescencia y la homosexualidad, sujetos a un romance que nunca acaba de arrancar, tan sólo a divagar por la pantalla hasta que un golpe de (mala) suerte nos lo soluciona todo (excepto a Kiberlain).