El ejercicio de la violencia a pequeña escala (peleas y palizas, básicamente) siempre tiene un punto interesante para el estudio más allá de que lógicamente tendamos a rechazarla en cualquier forma y hacia cualquier persona. ¿Una persona es violenta por naturaleza? ¿Depende de la educación que le dan en el hogar? ¿Quizá de los amigos que le rodean? ¿O la violencia no es sino la imprescindible consecuencia de un cambio drástico en su vida? Todo esto sale a colación tras visionar Cuando soñábamos (Als wir träumten), último largometraje de Andreas Dresen, quien ha ido recopilando buenas impresiones en casi todos sus trabajos anteriores. Aquí nos introduce en el seno de un grupo de amigos de comienzos de los 90 en Leipzig, ciudad alemana que en otro tiempo perteneció a la extinta RDA. El grupo lo componen Rico, un excéntrico boxeador; Dani, de carácter mucho más comedido y hasta romántico; Pitbull, que casi siempre actúa por cobardía; Paul, que atrae el alcohol mientras aleja a las mujeres; y Mark, todo un «viva la vida». Juntos engañan a una pobre anciana para que les preste su casa, comida y dinero, roban coches y se pegan unas cogorzas de campeonato. Pero encuentran un rival muy serio que les impedirá seguir con su rutina. Y no es la policía, a la que torean continuamente, sino un grupo de neonazis liderados por Kehlmann que tanto en cantidad de hombres como en calidad de puñetazos les superan ampliamente.
Así, Dresen saca a colación algo que ya vimos recientemente en Somos jóvenes. Somos fuertes. (Burhan Qurbani, 2014): la confusión de la juventud que pasó su niñez y primera etapa de la adolescencia bajo el yugo de uno de los países más controladores del otro lado del telón y que unos años después se tropieza ante un océano de libertad en el que teme ahogarse al no tener el flotador del Estado o los manguitos de la Stasi. Ante esto, sólo puede responder exagerando lo que siente y padece. En otras palabras, contesta a su frustración generando actitudes violentas.
Aunque la verdadera confusión se produce durante la primera parte de Cuando soñábamos. Dresen opta por un recurso muy válido como es el de soltar al espectador en un punto indeterminado de la trama, sin introducirle en la atmósfera y sin darle pistas del lugar en el que se encuentra. Es decir, como si el propio espectador se integrase en el grupo de amigos y los tuviese que conocer poco a poco, contrariamente a lo que sucede en otras producciones que dedican los primeros minutos a presentar poco a poco el contexto y los individuos que lo pueblan. Por eso resulta de agradecer que se dé una vuelta de tuerca en este sentido, pero Dresen se equivoca plenamente a la hora de ejecutarlo. El escaso gancho emocional de la cinta, unida a la psicodélica ambientación que el germano tiñe bajo un espectacular juego de luces y una atronadora música, hacen que sea fácil perderse en la primera media hora de película. La situación mejorará algo conforme vayamos conociendo a los protagonistas, pero en este proceso contribuye más el esfuerzo del espectador por intentar comprender al director que a la inversa, tal y como debía haber ocurrido.
Una lástima desperdiciar de esa manera el aceptable escrito de Wolfgang Kohlhaase, uno de los guionistas más importantes de Alemania durante las últimas décadas, que en esta ocasión parte de la novela original de Clemens Meyer. Un texto que aúna muy variada temática (no sólo la comentada violencia, sino también una importante cuota de amistades y entendiendo el amor como vehículo pasional más que verdaderamente romántico) y que en líneas generales avanza conforme a lo previsto, por lo que de haber seguido desde la dirección un tono más comedido, seguramente habría redundado en una producción cinematográfica más que interesante.
Cuando soñábamos se constituye, por tanto, casi como un ejercicio de estilo que a buen seguro encandilará a mucha gente, toda vez que pretende dotar de desenfreno a una trama que sobre el papel trata temas bastante más serios. Otros, como el que aquí escribe, opinamos que en este caso es un error jugar tanto con los recursos audiovisuales, más aún después de haber visionado la mencionada Somos jóvenes. Somos fuertes., cuyo director tampoco se cortaba a la hora de arriesgar con la cámara pero, a diferencia de Dresen, allí Qurbani sí se mantenía fiel al espíritu de lo que estaba narrando. Una oportunidad desaprovechada.