Son múltiples las perspectivas que una película que aborda un relato íntimo de homosexualidad femenina puede ofrecer para abrumar el sinsentido de los prejuicios y doblegar a los acartonados de moral claudicante. Frecuente suele ser que la visión ofrecida por el cine ante este despliegue de artes amorosas conlleve un ligero aire de desencanto y denuncia para que el mensaje cale más hondo de lo que puede llegar en una banal comedia romántica con los arquetipos Adán y Eva devenidos en estrellas plastificadas. En cierto modo, esta actitud de rebeldía pragmática, que no busca sino la igualdad de pareceres, no dejará de estar ligada al espectáculo cinematográfico hasta que los no conversos y los escépticos, que aún conservan su otra vida del Medievo, dobleguen su cinismo y su limitación de miras.
Echando un vistazo a las industrias internacionales más potentes en lo referido a sus propuestas de tendencia independiente, Canadá lleva décadas ofreciendo tendencias estimulantes y a la par que subyugantes sobre aquello que oprime, acogota y atemoriza al ser humano en contacto con la sociedad. Cronenberg ya anunciaba, entre latigazos y cintas de vídeo VHS, el nacimiento de la nueva carne, la pregonada de la extinción de unos valores caducos por otros nuevos que alienten al individuo a un mayor y más alto estado de consciencia, asumiendo un amplio catálogo de aperturismo existencial.
La realizadora Patricia Rozema se sube al carro de este planteamiento y traza, acertadamente, un retrato íntimo y susurrado de la curiosidad y la experimentación sexual, situando en el eje central a dos estereotipos de mujeres radicalmente diferentes que comparten pulsiones hormonales, de ahí que la relación y conflicto entre las antagonistas funcione de forma tan veraz. Sin embargo, la canadiense va más allá del mero ejercicio físico de carnalidad e incluye un profundo análisis religioso que se formula como examen ante la creencia ciega de la devoción frente a la represión mártir del amor no figurado en las escrituras sagradas.
La fe religiosa contiene un sentimiento de pertenencia, de apego espiritual comunitario. La observancia de la religión y la vida social son elementos inevitablemente conectados. Estos asuntos se establecen con sutileza y astucia en la película, y Rozema actúa con muy mala baba a la hora de interpretar la desazonada conducta de la protagonista a través de la creencia en el sentido, la finalidad y la certeza en las manifestaciones físicas. El sexo y la belleza femenina.
El descubrimiento de un imparable deseo emocional y animal hacia una joven del mismo sexo coarta toda fe y principio establecido por la creencia y las oraciones. No hay explicación, el deseo carece de sentido frente a la palabra divina. La ruptura de la relación causa-efecto (marido, comida, misa, oración y bucle infinito) quiebra la rutina urbana y familiar y genera una crisis existencial, religiosa, espiritual y, ante todo, sexual. Nuestra protagonista, que antes creía tener todo su universo controladito y en calma, ve como el mismo se desmorona ante la falta de una justificación racional, apostólica y romana. Patricia Rozema viene a decir que una explicación de irracionalidad sexual, o un acto sexual sin explicación racional, es el justo epicentro de expiación y búsqueda de respuestas para quien aún las quiera encontrar.
Junto a esta densa amalgama de paralajes y disociaciones, la canadiense envuelve a su relato en una atmósfera sobrecargada y de claroscuro, procurando un enrarecimiento espacial, sello habitual en las primeras obras de Atom Egoyan, que favorezca la confusión y el sombrío paisaje de mujeres siniestras que encuentran, contra todo pronóstico, un vínculo de pasión desaforada que coarte y plague de fisuras a todo planteamiento extrasensorial establecido.