«François Ozon es un director de cine francés». Esto lo he plagiado tal cual de la Wikipedia, porque de algún modo debía salir del bucle en el que me encuentro desde que vi Cuando cae el otoño. Dice (también) eso de «es un nombre asociado a la polémica» y en cierto modo me tranquiliza y pone de nuevo los pies en el suelo a la hora de afrontar lo que vi, porque no está de más recordar que la objetividad no nació para asociarse con el cine y que, por muchos motivos, las película de Ozon son fascinantes precisamente por no adaptarse a ningún tipo de normalidad (donde lo objetivo sería el pan de cada día).
No es necesario hacer un repaso exhaustivo en su cinematografía, solo pequeñas paradas en los recuerdos que nos dejan sus películas: lo imperfecto se vuelve inherente a la realidad, lo errático se celebra y el dolor rezuma de algún modo hasta en la comedia más hilarante, así que no es tan raro que Cuando cae el otoño —dentro de sus convencionalidades y obviedades, su música llena de campanitas alegres y sus estadios inconclusos— pase al mismo tiempo como un telefilm amable de sobremesa y como un thriller intrigante y caótico. Ozon puede parecer disparatado y a la vez un genio de la dialéctica cinematográfica en una misma película, y con Cuando cae el otoño ha relajado a un nivel inesperado su mensaje sobre la obviedad, consiguiendo destacar todas y cada una de las rarezas con las que ha invadido la normalidad de un otoño en la campiña francesa.
Borgoña, tonos terrosos, hojas secas y época de boletus. Unas ancianas, amigas desde la juventud, que pasan tiempo juntas tomando café o paseando por los alrededores de sus casas, ante la expectativa de cuál será el próximo movimiento de sus hijos para adaptar su tiempo a ellos. Unos apuntes básicos que nos sumergen en el mundo de Michelle, que interpreta entregadamente Hélène Vincent, donde encontramos a una mujer resuelta y elegante dispuesta a ofrecer su mejor versión a todo aquel con quien trate, una mujer que servirá de guía para esta colección de personajes erráticos con los que Ozon se empeña en hablarnos de la importancia y la vulnerabilidad de las segundas oportunidades.
Aunque vemos a esa mujer pequeña, amorosa y decidida desde un primer momento como la líder de una película con intenciones ñoñas y simpáticas, pronto el director emplea su magia para distorsionar esa realidad a notas mucho más oscuras (en la percepción y no en la imagen, que se mantiene otoñal). Las apariencias no se adaptan al cine de Ozon, siempre sabe hurgar en lo básico para ofrecer una mirada poliédrica. En Cuando cae el otoño los giros son tan sorprendentes por la temática como por las formas en las que decide realizarlos, creando comedia de lo más dramático ante la sorpresa que nos causa y no tanto porque lo que ocurre sea realmente gracioso. Esas segundas oportunidades de las que nos habla se aferran a los límites del entendimiento general, pero se asocian entre esos pocos personajes que necesitan anclarse en esa cadena de ayuda que la propia Michelle crea a su alrededor para compensar un pasado que a ojos de su pequeña familia es imperfecto. Ozon está utilizando a Hélène, a Josaine Balasco y a Pierre Lottin —amiga y e hijo de la amiga, respectivamente, de la protagoniasta— para que sus personajes pese a caer en errores impactantes puedan enmendar sus pasos; hace una piña de ellos y los enfrenta a la negación de una figura tan difícil de encajar frente al resto como la que le toca a Ludivine Sagnier como hija de la protagonista, que se encuentra en el lado de los reproches, aunque tal y como se desarrolla en la trama resulta más incómoda e insoportable de lo necesario, para pasar a un segundo plano ciertamente perturbador dentro de lo onírico que se autojustifica pero no deja de ser un eterno interrogante que para algunos resultará como una mofa, y para otros una genialidad por parte de Ozon. También está la mirada inocente del nieto, que equilibra el diálogo de las nuevas oportunidades y que recibe las tragedias bestiales que azotan su vida con un optimismo renovador abierto al entendimiento.
Porque la normalidad de eventos pasajeros y otoñales en los que se sumerge esta pequeña comunidad de incomprendidos tan rayana a la expectativa esperanzadora de un nuevo día choca con las intrigas que se van generando y que quedan siempre inconclusas, vez tras otra, como incentivando la imagen de premura que tiene la vida, olvidándose de la narrativa para potenciar que lo no resuelto seguirá así si eventos más importantes toman protagonismo. En esta disparidad entre el relato y los personajes aparece, eso sí, un intento de entendimiento, una forma de sugerir que las apariencias no son siempre lo importante para sobrevivir, y que todo eso de perdonar, olvidar y demás momentos conciliadores son solo metas que no necesariamente se necesitan alcanzar para seguir adelante. Cuando cae el otoño es un verdadero caos, pero es mejor al considerar que François Ozon, ya de vuelta de todo, cobija su nombre detrás de tamaño artificio. Así todo cobra un nuevo sentido, más afín a la polémica francesa, para ver que la película se puede comprender desde la literalidad (por lo que es fácil acabar odiándola) o desde los matices (por lo que es más fácil todavía amarla). Hay que jugársela y verla para decidir.