Poco a poco se va abriendo paso algo de frialdad en todas las vivencias, cinematográficas y no, que implican nueve días de Festival. Es hora, por tanto, de sintetizar las conclusiones que dejan las maratonianas jornadas de una edición de San Sebastián a la que se pueden poner escasas pegas. De más a menos significativos –o algo así–, estos son los apuntes esbozados.
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Una experiencia muy por encima del resto: Eden, tremendo tanto para la programación que tendría cabida en el palmarés de cualquier festival del mundo –no aquí–. Es lo de menos: la obra cumbre de Mia Hansen-Løve apunta a las constantes de su cine anterior y asusta al retratar el paso del tiempo y la congoja existencial usando como hilo la evolución de la música electrónica en Francia durante las dos últimas décadas. Se hace complicado hablar detenidamente de ella en caliente tras el impacto que causó en mí y varios de mis compañeros, ya en la recta final del Festival, y que marcó inevitablemente el resto de las jornadas de proyecciones.
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Si de la edición pasada destacamos el debut de Fernando Franco, la presente ha sido la de la confirmación de Carlos Vermut. Su Magical Girl supone un salto impresionante con respecto a su anterior trabajo, una obra original y madura en la que pule sus brillantes ideas para regalar uno de los mejores guiones vistos en el cine nacional de los últimos años. Aunque la doble Concha pueda resultar un premio excesivo –un saludo a Mia–, pocos comentarios parecen descabellados ante lo que ha hecho el madrileño.
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El documental más cinematográfico que se vio surgió del material quizá más insospechado: 20,000 días en la Tierra trasciende la figura de Nick Cave y consigue crear una atmósfera que se sirve de las canciones del australiano, pero va mucho más allá de su fuerza. Todo lo contrario puede decirse del aplaudidísimo La sal de la Tierra, un buen trabajo en el que Wim Wenders aporta lo justo a un material tan potente de por sí como las espeluznantes fotografías de Sebastião Salgado. Entre medias estuvo el trepidante Red Army, que liga política y deporte haciendo gala de un ritmo brutal.
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El jugosísimo ciclo Eastern Promises, dedicado al cine del Este de Europa en los últimos años, fue totalmente imposible de compatibilizar con el seguimiento de las secciones principales. A cambio pudimos disfrutar de títulos como The Lesson, Corn Island, The Tribe o Modris, que retratan Bulgaria, Georgia, Ucrania y Letonia con diferente fortuna en sus resultados y la violencia como punto de conexión.
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Al excelente trato dispensado por la organización, que hizo difícil perderse alguna película a pesar de lo solicitadas que estaban algunas –quizá se echaron en falta más pases de prensa para la sección Zabaltegi–, hubo que sumar un público totalmente respetuoso en los pases abiertos. La clase media-alta donostiarra abarrota las salas sin saber lo que va a ver, a menudo se encuentra superada por el desconcierto, pero no hace comentario alguno hasta que no se encienden las luces. Exactamente igual que ciertos acreditados, vaya.
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La titánica tarea de programación que supone programar Nuev@s Directores se salda cada año con un puñado de títulos estimulantes, que ofrecen todo aquello en lo que la Sección Oficial puede quedarse algo corta. Ahí están The Lesson, Vincent o Una noche sin luna –más lo que no pudimos ver–, estrenos en el Festival que también lo son de autores cuyo futuro se intuye esplendoroso.
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La coreana Haemoo brindó dos horas de carcajadas no carentes de tensión y lectura sociopolítica, que nunca fueron tan necesarias como en un Festival repleto de dramas sobreafectados. Un tremendo acierto de la Sección Oficial que no obtuvo respuesta en el palmarés.
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La división suscitada por A Second Chance de Susanne Bier, un drama tan afectado y retorcido que se convierte en una reflexión sobre los límites del dolor en pantalla, duró hasta el último día. Aquí nos posicionamos muy a favor de la danesa: con cualquier otro director habría sido imposible aguantar en tensión hasta el final de tamaño cúmulo de trágicas casualidades. Tal vez tenía algo que decir a las masas después de alzar el Oscar, seguro que Lars von Trier está de acuerdo en esto.
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Una espléndida Nina Hoss carga en la sobria Phoenix con la dualidad de su personaje y la inexpresividad de su compañero masculino Ronald Zehrfeld, elevando el alcance de la obra de Christian Petzold. La Concha de Plata habría supuesto un reconocimiento más que justo a la inmensa labor de la alemana.
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Con los Hansen-Løve, Dolan, Ozon, Sciamma o Kahn, el cine francófono ocupó un lugar destacadísimo en la parrilla. Hay que destacar Une nouvelle amie, en la que el prolífico hijo predilecto del Festival vuelve a mostrar sus señas de identidad experimentando y jugando con los géneros –en cualquiera de los sentidos–.
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Hace tres años, Isaki Lacuesta fue objeto de una fuerte polémica tras conseguir la Concha de Oro con Los pasos dobles. Su regreso al certamen con la libérrima pero fallida comedia Murieron por encima de sus posibilidades ha conseguido en parte lo que parecía pretender: irritar al espectador, despojar de su sentido al excelente plantel de actores que maneja en diminutas y dispersas apariciones. La confusa España que refleja, al fin y al cabo, es exactamente eso.
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Algunos comentarios sobre la lúcida Negociador, que confirma a Borja Cobeaga como el mejor director español de comedia en la actualidad, subrayaron su incapacidad para entrar en un tema político que únicamente utiliza como contexto para retratar el patetismo de su personaje principal. Pocos días después, voces similares aplaudieron la desastrosa Lasa y Zabala por “su valentía” al sacar a colación un hecho. Los paralelismos establecidos dan bastante que reflexionar acerca del borroso futuro de la comedia y el thriller político, respectivamente, en nuestro país.
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La clausura con Samba recordó a defensores y detractores los méritos de Intocable. Nakache y Toledano se limitan en ella a copiar su propia fórmula y hasta el personaje principal, con un resultado insípido del que únicamente se puede rescatar la presencia de Charlotte Gainsbourg.
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Tanto la Sección Oficial como Perlas aumentaron su volumen de títulos con respecto al año pasado, solapando pases de prensa a diario. Aunque el nivel global subió en esta ocasión –el listón no estaba demasiado alto–, la sensación de relleno continuó presente con títulos de dudosa cabida en el concurso de un Festival bien programado, pero que quizá podría haberse ahorrado esta ampliación.
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Ruedas de prensa chanantes: «¿cómo has conseguido los recién nacidos?» Nikolaj Coster-Waldau, impasible, salió al paso de la frecuente tónica de tomar el micrófono sin nada sustancioso que decir.
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Al notable nivel de Horizontes Latinos, con un puñado de títulos procedentes de otros certámenes que por desgracia fueron complicados de cuadrar en la vorágine horaria, se contrapuso la presencia en Sección Oficial de la estrambótica producción chilena La voz en off y la argentina Aire libre, que convencieron a muy pocos.
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¿Qué decir de Autómata? La impasibilidad del público, tan serio que ni siquiera cedió a las carcajadas contenidas durante las dos horas de pase de prensa, frustró la locura masiva que pedía a gritos como reacción un artefacto tan descabellado que ni siquiera llega a resultar entretenido. Un Antonio Banderas demencial, tras lidiar con robots sentimentales, chocolatinas y un niño que pasaba por allí, se quedó sin la Concha de Oro a la que optaba, aunque sí consiguió una portada redentora en el diario del Festival. Quizá su hueco esté en Sitges, desde aquí animamos a que nadie se pierda la cita.