En las obras de ficción previas de Andrea Arnold —como Fish Tank (2009), Wuthering Heights (2011) o American Honey (2016)— su aproximación formal con cámara en mano y seguimiento cercano a los personajes encajaba ya con una cierta mirada observacional reconocible, próxima a la estética documental. Su paso a la no ficción con Cow (2021) no debía suponer un gran cambio, sino más bien una profundización en los aspectos formales que ya venía desarrollando anteriormente, como así ha sido. Este nuevo largometraje nos presenta el día a día de una vaca lechera, de nombre Luma, en una explotación ganadera del Reino Unido. Seguimos sus horarios con la cámara pegada al animal, bien marcando sus desplazamientos o cerrando el plano sobre su cabeza y sus ojos, fijando su perspectiva sobre el entorno, los otros animales y lo que acontece, registrando sus reacciones. La mayor parte del metraje transcurre dentro de unas instalaciones laberínticas, con cientos de metros de vallas y compuertas que restringen cada movimiento entre los establos, donde pasan la mayor parte del tiempo, y los lugares para su alimentación y el ordeñado automático. La oscuridad, la suciedad y la repetición definen una agenda determinada por los trabajadores del lugar, que tratan desde la indiferencia, o como mascotas por momentos, a unos seres cuya existencia está predestinada desde que nacen.
La posición de la cámara configura por completo el discurso del filme en la creación de un relato muy elemental, que apenas incluye diálogos de fondo de los empleados o se reducen a cuando los mismos se dirigen a los animales para que obedezcan sus instrucciones. En medio de esta existencia rutinaria comienza a desplegarse su auténtico foco, con el acompañamiento de una extraña selección musical que cuenta con Garbage o Billie Eilish. El nacimiento de un nuevo ternero ayudado por seres humanos es el germen de la perspectiva que la directora quiere dar a Cow, basado en registrar la capacidad reproductiva de las vacas —un hecho biológico universal que compartimos con todos los mamíferos del planeta— como el origen de su explotación, que da pie a la mercantilización de su leche como producto de consumo humano y base de una gran industria mundial. Pero todas estas connotaciones económicas se dan por hechas acertadamente y la película no necesita abandonar los mismos espacios para mostrar la raíz del maltrato inherente a este tipo de complejos. Un maltrato que va mucho más allá del hacinamiento y la falta de libertad o la miserable vida fuera del entorno natural al que pertenecen estos animales. Una fuga a un prado abierto provee del contraste necesario para atestiguar la diferencia de comportamiento del ganado fuera y dentro de estas cárceles-fábrica donde sufren durante toda su vida, empezando ya de jóvenes por la mutilación de sus cuerpos: la perforación de orejas para su etiquetado, las quemaduras para evitar el crecimiento de los cuernos.
En una secuencia que muestra cómo separan al ternero de su madre al poco tiempo de nacer para exponer el proceso de su adaptación forzada al entorno, la cámara cambia el punto de vista al del joven animal. De lejos vemos la reacción de la madre, sus mugidos desesperados y la incapacidad de evitar que se lleven a su descendencia. Su comportamiento se transforma por completo y se capta perfectamente las consecuencias de estas prácticas, asumidas por los propias personas de la explotación, que no le dan más importancia. Una segunda secuencia que atestigua otra separación —vista en esta ocasión desde el punto de vista de la madre— confirma el alcance de las cicatrices en su carácter, explicitado por su progresiva obsesión protectora hacia cada uno de sus nuevos terneros. El manejo de la composición de los planos y el trabajo con la cámara crea una narrativa completa sobre estos animales como sujetos y su efecto ineludible, por acumulación durante la cinta, permite construir un fuerte vínculo empático hacia ellos para el espectador. El único instante en que Andrea Arnold se distancia de la vaca es en el momento de su trágico final. Un escalofriante y aséptico plano abierto en el que asistimos a su última comida, que provoca unas resonancias de extrema ambivalencia, por los cínicos cuidados de última hora que pretenden legitimar nuestro trato inhumano hacia su especie como forma de perpetuarlos.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.