Si por algo se ha caracterizado el cine de Andy Mitton es por apelar al sobrenatural como motor de una existencia donde el recuerdo es el último remanente de lo humano y, por ello, uno de los rincones que lo sostienen, que fertilizan ese terreno en busca de aquello que define nuestra existencia, exponiendo los avatares de un recorrido marcado por lo afectivo, donde este cristaliza precisamente en las imágenes, en el sustento visual que nos mantiene vivos más allá de nuestra naturaleza.
Apuntes que ya se concretaban en sus anteriores largometrajes, tanto la sugerente We Go On como la magnífica The Witch in the Window, pero que en su nuevo trabajo, The Harbinger, toman una nueva concepción que emparenta ese recuerdo con las imágenes que generamos, que creamos desde una percepción propia y distintiva, y que al fin y al cabo nos definen de un modo u otro. Un hecho que se deduce justamente del plano con que Mitton cierra el film, redimensionado desde ese universo ilusorio donde lo real y lo pesadillesco se funden resignificando un espacio afectivo que adquiere un nuevo cariz ante la experiencia vivida por Monique cuando, durante la pandemia, decida visitar a una amiga acechada por angustiosos sueños que no cesan.
Sin embargo, y si bien lo emocional vuelve a formar parte del núcleo del film de Mitton, nos encontramos probablemente ante la obra más oscura del director, un hecho que se deduce no sólo a través de esa puesta en escena en la que se mezclan mundos interconectados, también mediante un lóbrego tono que va apropiándose poco a poco de esa humanidad subyacente en el relato pese a los efectos de una situación extraña y desasosegante como la que vivimos hará ya más de dos años y medio. En ese sentido, acierta el de Massachusetts al poner el foco de su nuevo largometraje bajo las circunstancias de un momento muy concreto que no solamente nos apartó de la realidad, redefinió además la necesidad que poseemos como seres humanos de relacionarnos, de sostener una conexión no imaginada (o virtual, como mandan los cánones de la era que nos ha tocado vivir), sino más bien físico, donde el contacto asume una importancia capital en nuestro desarrollo cotidiano. Una idea que Mavis, la amiga en cuyo amparo acudirá Monique, resalta en uno de cuantos diálogos mantendrán durante su reencuentro, exponiendo de ese modo una percepción ciertamente subversiva —y acuciada, lejos del sobrenatural, por los efectos de la pandemia—, como es el hecho de caer en el olvido a una pronta edad.
Ese temor, reflejado ya en una de las primeras conversaciones que sostienen, se asocia a una cruda realidad que Mitton desliza constantemente mediante elementos de sobra conocidos —por desgracia— durante estos últimos años —además de trasladados a un contexto anterior como es el de la peste negra—, y que en el ámbito fantástico se relacionan en un universo expuesto sin tapujos: al fin y al cabo, al cineasta no le interesa ocultar la identidad paranormal de aquello que acecha a Mavis, prefiere disponerlo como conducto de un espacio donde lo que se cierne sobre la oscuridad y atenaza a los personajes no lo hace apelando a la fisicidad, sino a los cauces de lo mental, de aquello que atañe a la memoria.
Así, y aunque la deriva tomada por The Harbinger siga de forma consecuente ese trayecto que Mitton sublimó en The Witch in The Window, el cineasta no desatiende una raigambre genérica por momentos de lo más estimulante, donde esa citada vinculación entre lo real y lo irreal se persona ejerciendo una conexión desde la que alimentar algo más que ese universo, también un horror que bascula entre lo claustrofóbico y lo pesadillesco, aprovechando de ese modo los escenarios mayormente interiores en los que se desarrolla el film.
The Harbinger tiene la capacidad de desarrollar sus cualidades en espacios colindantes a una memoria reciente, y ahí radica probablemente su mayor acierto, al lograr que converjan tanto fantástico como terror en una dimensión donde precisamente el recuerdo es el último bastión de una mente humana cada vez más apocada a una inmediatez que, desde el tempo del cine de Mitton, toma una concepción tan distintiva como en última instancia emocional.
Larga vida a la nueva carne.