En The Blood of Wolves, primera parte dirigida también por Kazuya Shiraishi tres años atrás, quedaba patente desde un buen comienzo el tono sucio y áspero de un título que no aspiraba, ni mucho menos, a postularse como un referente en el género, sino más bien a tomar las claves del mismo y armar un ejercicio que, afortunadamente, sobresalía por encima de una corrección que sería fácil atisbar ante ese propósito, pero podría correr el riesgo de quedar en tierra de nadie. Si estas eran las claves que definían su anterior film, en Last of the Wolves el nipón vuelve a dejar patente en los primeros compases que en su nueva aproximación al universo de la yakuza no valen medias tintas: todo ello a través de una de sus secuencias germinales, donde uno de sus personajes centrales, Shigehiro Uebayashi, se cobrará su particular venganza tras salir de la cárcel demostrando que las contemplaciones no van con su figura.
Es en la construcción de esos personajes —que, para la ocasión, desplaza ese vaivén de datos y nombres tan habitual del cine yakuza debido a su carácter de secuela— donde Shiraishi encuentra uno de los alicientes de este nuevo largometraje; a través de ella, teje relaciones que dotan, si bien no de un gran calado, cuanto menos del espacio necesario para dirimir unas motivaciones que terminan por devenir fundamentales en la cimentación de un relato capaz de desprenderse por momentos de su condición y adoptar un sugerente abanico genérico. Last of the Wolves, sin renunciar a su esencia yakuza, arma de ese modo una composición que, partiendo de sus preceptos, encuentra interesantes bifurcaciones que nos llevan del policíaco al ‹noir› ampliando así un espectro que dinamita las posibilidades del film. Así, aquello que en cualquier caso pasaría como una mixtura genérica desde la que otorgar personalidad al relato, en el nuevo trabajo de Shiraishi sirve al mismo tiempo para dotar del vigor necesario a su último acto, incidiendo de ese modo en un clímax elevado asimismo por ese tono seco y cortante que esgrime en más de una ocasión la obra.
La violencia, en ese sentido, se manifiesta como un ingrediente fundamental en la constitución de ese universo, dotando de los matices adecuados a una crónica que en todo momento comprende sus posibilidades desde la aquiescencia del microcosmos trazado por el cineasta nipón. Todo ello impulsado mediante esa estética tan característica que toma los códigos visuales de The Blood of the Wolves, pero encuentra en el cromatismo un aliado desde el que transitar entre distintos estados. Una decisión que habla del carácter coral del film, que si bien no elude la naturaleza de sus personajes, cuanto menos dota de ciertas dobleces a los mismos, sumiéndonos en un marco donde las figuras del héroe y el villano se difuminan; al fin y al cabo, que Hioka intente controlar una nueva guerra entre mafias no evita que se establezca como un individuo manipulador, mientras el hecho de que Uebayashi desee volver a establecer un control en su zona, adolece a una suerte de regreso nostálgico sobre el que armar la supervivencia de la yakuza tradicional. Un gesto por parte de Shiraishi que casi podría ser cómplice ante la extinción de un género que ha quedado relegado a un segundo plano ante otros, pero que en Last of the Wolves demuestra, más allá de poder funcionar a la perfección a partir de sus constantes, trasladar todo lo áspero y crudo de un universo que obtiene en cada secuencia de acción una nueva muesca desde la cual demostrar que, en efecto, la yakuza sigue más viva que nunca.
Larga vida a la nueva carne.