El pasado mes de febrero de 2021 vio la luz un video de lo más singular que tardó apenas minutos en propagarse como la pólvora y hacerse viral; en él, una profesora de aeróbic daba su clase matutina eludiendo lo que sucedía tras ella: un convoy de militares llegaba al Parlamento justo minutos antes de producirse el golpe de estado sucedido en Myanmar el día 1 de ese mismo mes. Una estampa que podía llevar a equívocos por lo extravagante de la secuencia y por cómo restaba peso a la gravedad de los hechos que realmente acontecían en el mismo plano, y que en cierto modo no dejan de hablar sobre esa capacidad del ser humano para generar imágenes que, en ocasiones, poco o nada tienen que ver con la realidad, o directamente evocan parajes que se acercan más a lo irreal lejos de describir aquello que sucede en ellas. Ese punto de partida parece ser el que conecta una Diarios de Myanmar donde los distintos videos filmados por ciudadanos con sus cámaras de móvil se entremezclan con diversas secuencias que retratan desde sensaciones a situaciones, dejando incluso espacio para desvíos genéricos capaces de ahondar en el fantástico con apenas un par de estampas.
Así, el largometraje sirve como espejo veraz a través del cual contextualizar y dar forma a la circunstancia generada por ese golpe de estado, al mismo tiempo que capta un amplio espectro de emociones que nos llevan desde el temor a la incertidumbre, todas ellas ficcionadas por los miembros del mismo equipo del film, y diseminadas en distintas piezas, cada una con un sello particular, que ahondan de modo muy distinto que las imágenes captadas durante las intervenciones militares que nos llevan desde el centro de las calles hasta el mismísimo núcleo de algún hogar atacado por esas fuerzas. De este modo, se genera un contraste de lo más particular que explora el modo en cómo se conciben esas imágenes, así como la lectura realizada a través de las mismas. Algo que queda claramente expuesto durante los últimos compases del film, cuando seguiremos a un pequeño grupo de la resistencia que se alojará en la selva, cuyo relato es conectado con una secuencia (aparentemente) escenificada sobre un chico que huirá con ese grupo y se lo comunica a su pareja a la par que observamos el dilema que le genera esa tesitura al no poder explicarle a su novio cuál era el motivo para querer hablar con él.
Si bien Diarios de Myanmar busca de forma frontal manifestar todo lo acontecido en el país asiático, denunciando las dinámicas producidas por el golpe de estado y poniendo en tela de juicio las desmesuradas acciones acometidas por los militares, lo cierto es que al mismo tiempo es capaz de proponer un ejercicio que, a ratos, resulta sugerente en tanto expone voces que reflejan ese mismo escenario, (re)formulando no obstante sensaciones desde un prisma mucho más personal, y proponiendo una forma de releer los acontecimientos sin por ello tener que atenuar la gravedad de los mismos. Una gravedad que se deduce, tristemente, de sus no-créditos finales; y es que Diarios de Myanmar concluye con unos intertítulos señalando el anonimato como un mal necesario —de hecho, durante el metraje, vemos más de un tatuaje emborronado en post-producción— que expone muy a las claras la situación de un país cuya represión constituida en imágenes, si bien describe esa encarnizada realidad, ni siquiera llega tan lejos o es tan dolorosa como lo es tener que ocultarse tras una cámara para poder hacerte ver y oír.
Larga vida a la nueva carne.