El mismo título de Destello bravío (2021), el debut en el largometraje de Ainhoa Rodríguez, supone ya un juego hacia el espectador y sus protagonistas con aquello ausente, lo que no se ve o no aparece de forma inmediata a la vista y que configura el imaginario fantástico que define dentro del mismo filme. En un pequeño pueblo de Extremadura la cámara registra a un puñado de personajes en el día a día, con el foco puesto especialmente en sus mujeres y sus espacios en los hogares o la iglesia, sus festejos y preparativos para los pasos de Semana Santa. El tiempo transcurre de forma distinta y desde el primer momento la extrañeza tonal, subrayada por sus planos estáticos —que combinan desde composiciones generales hasta los más cerrados en los rostros de sus actrices—, acompaña al desarrollo de un relato de naturaleza circular y que subvierte la linealidad. La desaparición de la esposa de uno de los lugareños aparece como caso de interés en una televisión regional emitida a través de un viejo aparato receptor de tubo. En la radio se habla del abandono de los mayores en las residencias de ancianos para a continuación tratar los conflictos sobre la implantación de la tecnología 5G.
Este anacronismo manifiesto da pie a un contraste que se extiende ineludiblemente al mismo planteamiento estilístico de la directora, de lo que se esperaría de un retrato costumbrista integrado en nuestra cinematografía. La textura digital de la imagen con el tratamiento tan minucioso de la luz y la paleta de colores pálidos ayudan a un artificio que funciona a favor de la construcción del distanciamiento sobre la perspectiva naturalista más convencional, desafiándola. De esta manera aparecen un par de secuencias a cámara lenta que subliman la propuesta, en las que un grupo de mujeres —que llevan sus mejores vestidos y joyas— explicitan un deseo autoerótico sobre sus cuerpos y el estatus socioeconómico fetichizados desde la ambigüedad. Una ambivalencia que se encuentra también en la concepción del realismo de la cinta, que incorpora elementos con toques mágicos o sobrenaturales que surgen tanto del entorno y del paisaje como de las experiencias subjetivas de las mujeres. En esto radica la brillantez de la mirada de la directora: en su capacidad de abstraer elementos cotidianos, descontextualizarlos y resignificarlos para llevar la acción a un lugar indeterminado en el espacio y el tiempo a través de una atmósfera inquietante, que busca el desequilibrio en la percepción del espectador apoyada en una ecléctica banda sonora.
Esta especie de “surruralismo” mágico —con sus elipsis y manejo del tiempo de propiedades específicas bien marcadas con detalles de ambientación, que envuelven una aproximación aparentemente críptica pero repleta de simbolismos, que podrían recordar a Carlos Vermut (Magical Girl, 2014) y sus rompecabezas argumentales— refuerza la autenticidad discursiva de la película junto al uso de intérpretes no profesionales. La utilización de las puertas al servicio del reencuadre en los interiores o a través de la visión restringida a unas calles desiertas da testimonio de una opresión latente en la vida social y doméstica. Las habladurías y los cuchicheos, los secretos e historias enigmáticas asociadas a los lugares y los vecinos van desenvolviendo un tapiz de viñetas que conectaría por momentos con la rigurosidad formal de Roy Andersson o el humor seco de Aki Kaurismäki y su cuidadoso aspecto estético. Todo en pos de la descripción de un mundo en el que las mujeres siguen subyugadas por las tradiciones, sin apenas margen para desprenderse de las ataduras de su legado histórico y personal, pero con la posibilidad de construir o encontrar sus propias fugas de la realidad que definen el sentido onírico de la obra.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.