Dirigir en familia implica pensar en la familia. Al menos los hermanos D’Innocenzo siempre lo hacen, ya sea por los lazos que se generan con el tiempo o la convivencia misma, a través de sus películas nos muestran enfrentados modos de vida “a la italiana” a menudo jugando con la cruda realidad y la pureza —no siempre blanca— de una buena fábula.
En esta tercera entrega el concepto de familia se convierte en un refugio angelado de monotonía y sobreprotección, uno en el que brilla de nuevo Elio Germano, el hombre para todo en el que confían los D’Innocenzo y que aquí sabe hacer surgir a las bravas la tensión y el drama. America Latina se aparta ligeramente de sus predecesoras, apenas lo justo, para de nuevo desmoronar la vida de los otros. Sin espacio para el humor, la película nos presenta brevemente a un hombre de vida plena, con un buen trabajo, una bonita villa en la que vivir y una familia llena de mujeres preciosas y talentosas. Todo con su trampa añadida, como es obvio, pues nunca los relatos son sencillos para estos directores.
Tras un rápido paseo por el cuento de hadas oportuno, la historia se adentra en el infierno al bajar las escaleras y encontrar un secreto inesperado en el sótano. Sótano, entrada principal al infierno con fáciles símiles que no se desaprovechan para comenzar a deformar la realidad. Pasamos pues a una especie de thriller psicológico que quebranta la mente del protagonista a través de la paranoia creciente. Pronto la obsesión por encontrar culpables de lo que él mismo alimenta se convierte en la razón de vivir de Massimo, moviéndose en pocos escenarios, todos cómodos para él, que acaban convirtiéndose en sus propios enemigos.
Es entonces cuando la luz, los juegos de colores y el emparejamiento visual (físico y ornamentado) de su familia va aumentando el misterio. America Latina depende básicamente de ese hombre confundido, y aunque su evolución es locuaz y atrayente, no consigue rellenar todos los huecos y silencios que contempla la película. Pese a ello sabe formular imágenes para el recuerdo, y se acomoda en el mundo de los cuentos que tanto gusta a los ‹fratelli› d’Innocenzo, desde esas salidas del sótano que emite una luz roja, encorvado como un ogro a las impecables sonrisas de sus hijas y su mujer, ataviadas de blanco con los pies húmedos, como ninfas conspiradoras, o esa escena donde la familia al completo mastican ruidosamente una voluptuosa tarta de frutos silvestres; todas ellas, además, podrían pasar por referencias cinéfilas, pequeños homenajes que dan un respiro al film.
Entre la intriga y el amor mal concebido, puesto que la veneración a todas las mujeres del relato es irracional y pegajosa, como un salvavidas al que se aferra y que a la vez rompe el personaje, los acontecimientos de America Latina se suceden alimentando la crítica social (y por tanto las relaciones interpersonales, el más allá que siempre traspasan los directores para incomodar al público), buscando el acomodo estético y la sorpresa, sin caer en simpatías perturbadoras, solo por el gusto de retorcer a un tipo normal hasta la extenuación.
El peso llega al no profundizar en lo que realmente se rompe en ese mundo interno del personaje. Tanta ambigüedad en sus motivaciones favorecen su lado visual, muy trabajado, pero no siempre a su historia. Aún así America Latina nos seduce con sus imágenes e ideas casi infantiles reformuladas para el drama, sin perder ese aspecto tan irreverente que fluye por todas las películas de los d’Innocenzo, sin importar demasiado que todo nos lleve a su final antes de lo esperado, o si lo estético se merienda la intimidad con demasiada soltura. No dejan pues que se pierda su esencia, lo que les diferencia y tanto les gusta, sin necesidad de ser memorable y entusiasta.