Seis años tardaron Elena Martín y Clara Roquet en confeccionar un guion de esos que pone al espectador entre la espada y la pared, un arte que si se fuerza, fácilmente puede salir mal (y de hecho, acostumbra a salir mal) y que, en cambio, este binomio domina con maestría. Ya luego Martín culmina el texto con una dirección afinada, sensorial y a la vez fundamentada en un elenco bien trazado, así como el montaje capitular cierra esta caja de Pandora que parte de la contención para acabar explotándonos en la cara. Tras hurgar en el desconcierto generacional con Júlia Ist , la directora catalana pone toda la carne en el asador con Creatura, su segundo largometraje, donde se adentra en la oscuridad de la intimidad femenina, el deseo, el placer y la sexualidad. Quiebra tabús, aplasta el estigma. Rompe convenciones y convierte en convencional aquello que merece ser normalizado. Entra en una caverna con osadía, sin vacilar, con una antorcha encendida de honestidad y conocimiento de causa. Como hicieron en su momento, pero en ese caso a través del documental, Alba Cros y Nora Haddad con Alteritats, Martín se sumerge en aguas profundas aunque cristalinas (y no por esa transparencia es más ligero el nado). Y lo hace calibrando el malestar, dosificando milimétricamente el sufrimiento, encontrando el punto justo y proponiendo una de esas puestas en escenas que engañan premeditadamente, con nocturnidad y con alevosía. Imágenes que no piden permiso, ni rinden pleitesía, ni se ajustan a lo políticamente correcto. Creatura no se anda con rodeos y nos plantea una ‹coming of age› a la inversa, retrocedemos en la trama en una estructura que juega soslayando la causalidad (no puedo evitar pensar en esa trampa narrativa que usaba Martin Amis en La flecha del tiempo). Motor a tres tiempos: de la juventud pasamos a la adolescencia y de ahí saltamos a la niñez. De la misma manera, no cae en el cepo ‹woke›, no va a lo fácil: no se la puede tildar de esquiva ni se la puede juzgar en el tribunal moral por imparcial. No se le puede negar el compromiso, dado que Elena Martín se compromete y la mejor manera de comprobarlo es leyendo a sus personajes (complejamente humanos). A todos y cada uno de ellos se los comprende, se los sufre, se los disfruta.
Rocosa y áspera como aquella Evolution de Lucile Hadzilalovic, la formalidad de Creatura escapa de formalismos, no sólo estéticos. Claroscura, llena de interiores, sombras y contraluces, la cámara de Alana Mejía González nos desafía y nos invita al hallazgo, a sumirnos en una jornada de revelación, introspección y autodescubriemiento. Este no es un camino llano: espesa, húmeda, líquida, se impregna de aquello que intenta relatar. Se zambulle en la viscosidad de la experiencia (la verosimilitud es una de sus grandísimas virtudes) y baja al barro sobre el cual habla. Se manifiesta, como un ser vivo, dando paso a un cine que asume, un cine que se responsabiliza sin caer en la docilidad y que nos responsabiliza de una forma para nada sumisa. Un espejo cuyo reflejo nos enfrenta. Por eso decía antes que la cinta incomoda, en el mejor de los sentidos.
Algunos sentiremos el bloqueo fruto de la frustración de Marcel (Oriol Pla, crepuscular, contradictorio, increíble). Ah, esa nueva masculinidad que sigue siendo tóxica pero quiere dejar de serlo. Otras personas cargarán en sus espaldas el peso de Mila (que encarna la propia Martín): la losa de la culpa, del estigma; de una injusta vergüenza que ha sido transmitida. Porque Creatura habla de una joven que ha de convivir con sus miedos y ha de abrazar sus limitaciones para facilitar la convivencia con los traumas. Pero también explica como esa reacción cutánea es tan solo una somatización de algo que ha sido tapado. Si me aprietan, hasta puedo vislumbrar una lectura política, oculta en el subtexto: hace falta aceptar que hay una herida para que esta cicatrice. También existen ausencias, como la de la abuela, a la cual intuimos y palpamos con la memoria. De nuevo, el relevo hereditario. Como en Et vaig donar ulls i vas mirar les tenebres (la última novela de Irene Solà), generaciones de mujeres se hacen hueco en el linaje contagiándose; enseñándose a través del dolor y de una sabiduría atávica, antiacadémica (la realmente importante en la vida). Esta también es una película de curas: ellas se protegen mediante un eco que no cesa y que no calla ni la misma muerte.
Dice la directora que Creatura es una película frágil y lo es, pero también lo es de una forma empoderada, autoconsciente, sensible. No se sirve del optimismo ni de la conclusión feliz porque no le hace falta endulzar lo salado. Una escena en particular sirve para ilustrar esto que digo: Mila y su padre, Gerard (Àlex Brendemühl), en el sofá, intentando sincerarse en una conversación química, imposible de olvidar. Si en Call Me By Your Name Guadagnino resolvía ese confesionario fraternal con una nostalgia agradable y en positivo, Elena Martín lo confronta: distancia a sus protagonistas, fragmenta su vínculo, renunciando a la cursilería para justificar (más bien, explicar) las ronchas en un cuerpo confuso y atrapado en una mentalidad mancillada por ese maldito y demasiado recurrente: “¿qué pensarán?”.
Mejor película europea en la última Quincena de Cineastas de Cannes, Creatura merece ser tratada como tal. Como una rara avis, una especie en extinción de un cine que se adentra, que fortalece, que aventura, que expurga. Que pica y que rasca. Lo de Elena Martín es un páramo yermo que facilita, eso sí, la catarsis terapéutica. Un desierto con tierra fértil, un terreno baldío donde se evita la tensión maniquea, donde la ambigüedad de los personajes no solo sortea la disquisición infantil y reduccionista de buenos contra malos, sino que gracias a esa paleta de grises, podemos encontrar cabida, podemos refugiarnos sin sentirnos juzgados y hacer de esta película una zona de confort, una cabaña arbolada con vistas al mar donde no escondernos de nosotros mismos. En la intimidad de la cueva, aislados del ruido extradiegético (Creatura respeta esa calma sepulcral para acompañar la atmósfera que pretende y de hecho materializa), nos sentimos lo suficientemente vulnerables como para compartir nuestra vulnerabilidad.