De la mano del debutante Paul China nos llega una de esas películas de la temporada que no hay que dejar pasar, pues bien por su modo de subvertir el género o por la forma en que administra la tensión, Crawl se ha convertido por derecho propio en otra de esas sensaciones llegadas de Australia, un país cuya cinematografía está dando que hablar en los últimos años, y que por el camino ha dejado ya auténticos descensos a los infiernos como la Wolf Creek de Greg McLean, la Animal Kingdom de David Michôd o Snowtown de Justin Kurzel. Cintas todas ellas que han aprovechado los recovecos más oscuros de un país, que cada vez que nos sumerge en sus confines más profundos, no deja lugar para una calma que es sacudida y rebanada constantemente por una tensión que no desaparece de la pantalla ni con los títulos de crédito.
China decide no alejarse de esa tradición, pero lo hace explorando en esta ocasión una cara más rural de Australia que incluso da pie a cierta referencialidad sostenida entre esos retratos “coenianos” tan negros que llevan envolviéndonos durante más de dos décadas, y que en Crawl deja un reguero de personajes sin ningún tipo de desperdicio que nos acercan a ese retrato que pretende realizar el cineasta de origen británico.
Un retrato que se acoge a las constantes del thriller más áspero gracias a la contundencia de una fotografía impresionante; con ello, confiere potencia al relato mediante una minuciosidad en la composición del plano y el manejo de una cámara que se mueve sutilmente entre los límites de ese pequeño pueblecito, cuya tranquilidad se verá alterada por la presencia de un tipo que ya deja matices de su catadura en una primera secuencia donde acontecerá el desencadenante que dará lugar a la acción a partir de la cual se desarrolla Crawl.
Uno de sus grandes logros se encuentra también en la construcción de ese personaje extraño, parco y de toscos andares, figura en la que hallamos una de las claves centrales del film, que recoge en él su esencia construyendo un arquetipo que bien podría recordar a aquel The Tall Man de la Phantasma de Coscarelli por su espigada y misteriosa complexión, pero tras la cual se esconde un individuo de origen balcánico cuyo acometer lidia con un impasible carácter que no parece atender a emociones.
De arquetipos como ese personaje tira Paul China para construir una propuesta en la que el rechinar de una puerta, el choque de una pequeña ramita que ha sido desplazada hacia una ventana a causa de una ráfaga de viento o cualquier elemento perturbador por mínimo que sea, cobran una vital importancia en un film del que se percibe un tono irónico en torno a todos esos pequeños factores que, en su intrascendente pretexto, parecen querer decantar una balanza en la que incluso nuestro amigo croata se mece con intranquilidad.
Así, y aunque los ramalazos “coenianos” no resultan para nada desdeñables, la ironía que los hermanos suelen poner en su particular galería de personajes, obtiene importancia aquí alterando las claves del género y recreándose en ellas a través de un juguetón ejercicio que alcanza mayores cotas en momentos de una dilatada tensión que incluso, en ocasiones, parece estar rememorando y celebrando el cine del “genio del suspense”, aunque siempre amplificando y enfatizando al máximo sus características a través de una banda sonora que se erige como otro de los puntales de la obra, y en la que confluye, más que desasosiego, una incertidumbre que termina acaparando cada pequeña estancia de la casa en la que se encuentra nuestra protagonista.
Encarnada por el rubio bellezón Georgina Haig, en ella se representa la incertidumbre de un personaje que parece desconfiar de su mismísima sombra y, sin embargo, se encuentra lejos de ese modelo habitual representado por las rubias, encarnando a una semi-heroína que no teme tanto actuar como sí la incerteza de no saber de qué rincón de su amplio caserón puede venir el peligro. En ese sentido, recuerda en cierto modo a la La casa del diablo de Ti West, pero siempre marcando con énfasis sus movimientos en el interior de esa vivienda.
Los detalles que definen toda su colección de personajes tampoco faltan en Crawl: la relación del jefe del local donde trabaja ella con una de sus chicas, la cómica pareja de policías que se alejan de lo castizo para redundar en una naturaleza más estrafalaria, la despendolada clienta del bar e incluso el avaro dueño del taller representan una galería de lo más peculiar que en todo momento detallan los aledaños de una propuesta que sabe ser tan juguetona como sarcástica. Crawl compone así uno de esos ineludibles ejercicios de género que deconstruyen hasta donde pueden y le dejan a uno la sensación no únicamente de haber visto algo distinto, sino también con una entidad y un talento que están fuera de toda duda.
Larga vida a la nueva carne.