Hay películas con las que te sientes incapaz de conectar a ningún nivel por muy buenas expectativas que tuvieras, incluso aunque su inicio diese una impresión cuasi perfecta. La frialdad de Crawl es la justa y necesaria para quedarte como una estaca de madera frente a la pantalla. El salitre de su vertiente marítima no añade suficientes elementos para sobresalir en su plano desarrollo, con unos personajes que ofrecen una implicación desigual en una película donde todos quieren sobrevivir a medio gas.
El mar, aunque sea invernal y gélido, es siempre un aliciente y en este film es el punto de partida de estas vidas que se cruzan a través del amor (de cualquier nivel, ya sea compañerismo, enamoramiento o familiaridad) y el pescado.
Dos jóvenes se conocen en un bar, los dos se sienten desunidos al afecto y van subsistiendo con matices opuestos. Ella tiene un objetivo en su vida y no le importa malvivir con tal de conseguirlo. Su único reto es la natación de resistencia a mar abierto, el estilo crawl que da nombre a la película. Él ha escogido el camino de la vida perra, potenciando su capacidad para hacerla más difícil de lo necesario, perdiendo trabajos antes de acostumbrarse a ellos, robando para suplantar esos trabajos desechados, sin intención de comprometerse con nada ni con nadie.
A su alrededor se estructura la familia de él, con nuevos conflictos que convierten su unión como pareja en algo que les separe todavía más. Pasan de momentos de felicidad y complicidad (escasa) a situaciones adversas que les difiere, porque en cada acto en el que se necesita que el protagonista se posicione ante un hecho que pueda cambiar de algún modo su vida, éste se separa de sus responsabilidades echando a correr —el mejor método de solucionar la vida, huir como si nada fuera contigo, rodear o simplemente saltar el problema para poder seguir con las cosas de uno sin dolores de cabeza—.
Todo esto viene respaldado por una música fresca y actual, bogavantes y otros prohibitivos mariscos para cenar en hogares sin recursos, tiempos ralentizados en los que prolongar escenas que poco pueden aportar y ocasiones en las que emborracharse extensamente para neutralizar neuronas que tengan la intención de centrarse en algo importante.
Lo que me cabrea en este caso es que ver madurar a palos a este joven no me provoca ninguna sensación, me deja indiferente del mismo modo que lo hace el metraje cuando se nos muestra que a base de individualismo uno puede hacer crecer sus problemas. Alarga la nitidez de los silencios para nada, y la abierta relación de la pareja protagonista va quedando difuminada en las ausencias hasta que apetece más seguir los problemas familiares de la hermana, que son igualmente fríos y distantes, sin puntos sociables a los que amarrarse, de tal modo que ni siquiera una separación o una pareja que salga fortalecida de todo esto pueda interesar.
Así llegamos a resaltar detalles sin importancia, la empresa donde se limpian pescados reducida para sacarle partido a la acusación de asesinato del protagonista, los largos entrenamientos de la muchacha en alta mar, los momentos en los que el padre se digna a abrir la boca o pasar por allí para aleccionar a unos hijos que nunca le harán caso o la degeneración del cuñado del protagonista que pierde su dignidad mientras va ganando confianza en un camino intermedio que no le lleva a ningún sitio concreto pero que nos entretiene mientras el muchacho principal aprende algo nada emocionante.
No es desidia lo que relato, es que realmente es una película que acaba de un modo temprano en el rincón que titulamos olvido, el peor de los lugares donde puede acabar un film, y Crawl, una vez pasado este festival que disfruta sus últimos minutos en nuestras pantallas, desaparecerá de nuestras mentes con demasiada presteza.