Costa-Gavras… a examen (III)

Pese a contar con una obra muy compacta y notable, el ateniense Costa-Gavras suele ser un nombre olvidado en esas listas que tratan de compactar las mejores películas de la historia del cine, cuando, si echamos un breve vistazo a su filmografía —para un cinéfilo de mi generación obras como Z, La caja de música, Desaparecido, La confesión, Estado de sitio o Sección especial constituyeron un sustrato fundamental para construir mi amor por el cine alejado de los cánones convencionales— , ésta podría dialogar de tú a tú con la de otros cineastas, éstos sí, reivindicados por los críticos y la gente del cine que se dedica a confeccionar estos compendios. Creo que el motivo de este descuido puede ser que Gavras es un cineasta popular a nivel general, sumado a que su cine, casi siempre vinculado al thriller de vertientes políticas, suele estar comprometido con la visión del mundo, muy personal e independiente, que ostenta el ateniense.

Es una gran alegría que Gavras siga en activo a sus más de noventa años, siendo el estreno de su última película en las carteleras españolas este fin de semana una oportunidad para que las nuevas generaciones puedan contemplar la mirada de un hombre indómito y aguerrido como pocos, fiel a sus principios e ideas, y poseedor de una mirada que ha sabido radiografiar como pocas las miserias y males que han acechado al siglo XX a través de unos relatos amenos y cercanos, evitando en todo momento insertar esos elementos pedantes que suelen estar presentes en otras obras cuyo responsable ostenta un ego por encima de la media.

Gavras debutó en la realización de largometrajes con una película que se convirtió en un pequeño y sorprendente éxito de taquilla: Los raíles del crimen, hecho que propició que los productores se fijaran en su figura para producir una película de un género que estaba arrasando en los cines de los años sesenta, tanto en los EEUU como en Europa, como fue el bélico basado en misiones suicidas de la resistencia durante la II Guerra Mundial. Esta fue Sobra un hombre (Un homme de trop, 1967), sobre un relato, de tintes autobiográficos, de Jean-Pierre Chabrol. Pese a contar con un reparto repleto de caras conocidas, un argumento muy sólido y una producción que para nada tenía que envidiar a sus compañeras de partida, la peli no fue tan bien recibida en taquilla como todo parecía presagiar, siendo desplazada a una segunda línea muy inmerecida en la carrera del autor de Amén, puesto que en mi opinión nos encontramos con una pieza de caza mayor que contiene muchas de las obsesiones y tics identificables de un Costa-Gavras que dio muestras de su pericia y personalidad rocosa pese a la juventud que ostentaba en el momento de la producción del film.

Sobra un hombre arranca sin rodeos con una espectacular escena de acción que muestra el asalto a una cárcel nazi de un pequeño comando de la resistencia francesa que tiene como objetivo liberar a doce condenados a muerte por el régimen alemán. La operación tiene éxito, pero un pequeño desliz parece empañar la culminación. Y es que, en lugar de doce cautivos serán liberados trece, despertando este reo sobrante y desconocido (interpretado magistralmente por un Michel Piccoli que ofrecerá todo un recital de interpretación a través de un personaje misterioso y ambiguo como pocos) las sospechas entre los mandos de la operación de que se trata de un colaboracionista infiltrado de los nazis.

A partir de esta premisa, que bien podría haber derivado hacia una trama de tintes psicológicos a lo Stalag 17, Gavras construyó un relato de acción de primer nivel, sustentado en tres secuencias de tiroteos sencillamente magistrales en cuanto a planificación y ejecución, pero en el que, igualmente, habrá lugar para tejer una historia que plantea dilemas morales muy interesantes, mostrando a unos sujetos que se plantean dudas existenciales, donde el honor y el deber a veces no siempre dan lugar a situaciones justas, lanzando ciertas puyas hacia las actitudes belicistas carentes de alma humana.

En este sentido, será muy atractiva la dualidad existente entre los dos antagonistas de la historia. El jefe del comando resistente (interpretado magníficamente por Bruno Cremer), un hombre honesto, fiel a sus principios, capaz de dar su vida por sus ideales, responsable y líder de una manada compuesta por personajes muy variopintos que respetan sus órdenes sin rechistar. Y ese sospechoso de ser un infiltrado nazi que finalmente se destapará como un hombre descreído, un pacifista que evita los conflictos —un equidistante que se diría hoy en día— que ha optado por observar el mundo desde la distancia que le ofrece no compartir trincheras ni con un bando ni con otro, alzándose ese comportamiento, a priori extravagante, como un elemento emanante de suspense, puesto que no sabremos, hasta el final, si está interpretando a un personaje para evitar ser ejecutado o si realmente nos encontramos con un ser extraño y escéptico que ha decidido contemplar la batalla desde una cómoda lejanía, sin tomar partido, debido a su falta de confianza en el ser humano.

La película es magnífica en todos sus componentes. La acción es precisa, muy bien resuelta e inmersiva, gracias a una puesta en escena que apuesta por rodar cámara en mano siguiendo las andanzas de los combatientes en el furor de la batalla, impregnando el ambiente de un realismo ciertamente perturbador que hace sentir como silban las balas mientras los soldados avanzan entre líneas. En este sentido, inolvidable resultará la secuencia cenital, cargada de suspense, de la huida en camión por una carretera escarpada, en la que veremos circular por los dos sentidos del raíl a nuestros héroes en el camión por uno y a una patrulla acorazada nazi por el otro, juntándose, a priori, ambos elementos en una curva en forma de herradura. También el asalto a la comisaría y oficina de correos de un pequeño pueblo francés, que para nada tiene que envidiar a la aplaudida escena de tiroteo de Michael Mann en Heat.

Siendo la acción fundamental para el recorrido del film, Gavras no dudó en insertar pequeñas gotas de historia política (como esos elementos de recuerdo a la Guerra Civil española, o esas conversaciones entre los colaboracionistas anticomunistas con los maquis Gaullistas que bien reflejan los conflictos que tuvieron lugar en la Francia de la primera mitad del siglo XX) y también esos dilemas morales, tan del gusto del realizador franco-griego, que ofrecerán una perfecta pasarela para plantear dudas sobre los límites del bien y del mal, sobre lo justo y lo injusto, sobre los vicios y perversiones que también están presentes en esos héroes que deberían ser simpáticos para el espectador, sobre si merece la pena tomar partido y poner tu vida en peligro o dejar que las cosas sigan su cauce dado que el ser humano es irreformable y siempre caerá en los mismos vicios y corrupciones…

La cinta culmina con una secuencia absolutamente espectacular, la de la voladura del pasaje por parte de los maquis protagonistas reforzada en paralelo con una escena en un puente metálico de gran altura donde se va a ahorcar a tres resistentes —incluido ese supuesto infiltrado nazi— por una patrulla alemana. El resultado final será inolvidable y de antología gracias a un Michel Piccoli que se la jugó literalmente para dejar en la memoria uno de esos finales que impactan y quedan gravados indelebles en la mente del espectador.

A destacar el increíble reparto, plagado de caras conocidas del cine francés de la época, que da el do de pecho, resultando un divertido y creíble Doce del patíbulo (dio la casualidad de que Sobra un hombre compartió año de producción con la cinta de Robert Aldrich) con la presencia de los ya comentados Bruno Cremer y Michel Piccoli a los que se unieron una cara indispensable de la Nouvelle Vague como fue Jean-Claude Brialy, un Jacques Perrin muy presente en las primeras pelis de Gavras, el siempre interesante Gérard Blain, un Claude Brasseur que ayuda a salpicar de un tono picante y picarón algunas de las secuencias más divertidas y desenfadadas del film y un Charles Vanel en un papel ideal para escupir ese cinismo que tan bien le sienta a esta obra maestra del cine bélico de los sesenta.

Sin duda nos hallamos ante un Costa-Gavras de altura, quizás una de sus cimas que de forma insólita no cuenta con la popularidad de otras grandes obras de este magnífico cineasta, y una película que se contempla con gran interés en estos extraños días donde los dilemas morales han sido desplazados por otras formas de gobernar la sociedad que han dejado de lado la reflexión y la autocrítica. Algo que puede desembocar otra vez en los males que tuvieron lugar hace casi un siglo. Si a esta vertiente filosófica le aunamos el hecho de que nos encontramos con una película muy entretenida, repleta de acción hiperrealista, con las suficientes gotas de suspense para inquietar al público y obligarle a no despegarse de la pantalla y que las interpretaciones son de primerísimo nivel, pues todo ello convierte a Sobra un hombre en una película indispensable y una de las mejores cintas bélicas de los años sesenta.

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