La intrusión de un elemento externo en el seno familiar se dispone como una de las causas del conflicto en Costa Brava, Líbano; no obstante, y lejos de ese territorio marcado por los motivos sociales que fácilmente se podrían extraer —y, no nos engañemos, se extraen, al fin y al cabo— de una premisa como la que nos ocupa, el film de la debutante recoge una serie de inquietudes extrapoladas al terreno familiar, desplazando de ese modo la pátina social del relato a un espacio desde el que dirimir las relaciones e incluso introducir interesantes aportes que nos sitúan en el campo de la ‹coming of age›.
El acercamiento a una disputa que llevará al cabeza de familia a luchar con todos los medios ante la injusta situación que se ha presentado ante ellos, la construcción de un vertedero en los aledaños del hogar que comparten, es puesto en foco por Mounia Akl a través de un tono que disipa toda duda acerca de su intención; el apacible día a día que comparten los Badri lejos de Beirut, no se verá alterado por la irrupción de la maquinaria pesada que rodeará el seno familiar: al contrario, Costa Brava, Líbano aleja al espectador de esa pugna entre la figura paterna y los estamentos responsables de esa coyuntura. Los pasos de la pequeña del hogar entre números que la lleven al ansiado 44 intentando evadirse de la realidad, la relación de la abuela con algún trabajador que ha llegado a la zona, o incluso la resistencia pasiva que el propio padre promulga —y que cristaliza en secuencias tan distendidas como ese baile iniciado por madre e hija mayor ante la música que llega del exterior proveniente de la radio de los trabajadores—, dotan de ese modo a la cinta de unos matices alejados de lo que podría suponer una circunstancia como la que se les presenta.
Es mediante esos pequeños estímulos, desde los que Akl no sólo define los lindes del relato, sino además expone con madurez los cimientos de Costa Brava, Líbano. Una interesante propensión en torno al ambiente que se respira en esa casa, que sin embargo irá tomando una deriva distinta en cuanto el espectador conozca los detalles acerca de esa huida de la capital libanesa en lo que se deduce como un gesto protector —un hecho que se extrae también de los mecanismos desarrollados por la pequeña de la familia ante situaciones intranquilizadoras—, que sin embargo se aleja de una explicitud innecesaria a partir de la capacidad de sugestión que sabe sostener en todo momento la aquí debutante.
Y es que, lejos de subrayar el carácter del conflicto, el libreto escrito a cuatro manos por Mounia Akl y Clara Roquet (Libertad) centra sus esfuerzos (con mucho criterio) en dibujar momentos que, aportando ciertas pinceladas a la crónica, saben otorgar la importancia necesaria a cada aportación —véase la lectura de ese diario materno por parte de su hija mayor en una evocadora voz en off mientras ambas están en la piscina, o esas fugas en torno a la realidad que nos suben a un tren entre la evasión y la nostalgia mientras la figura materna toca para sus hijas—.
Con Costa Brava, Líbano nos encontramos, indudablemente, ante un debut pleno de talento, donde su autora sabe tanto otorgar el espacio necesario a cada pequeña contribución al relato —del florecimiento sexual a la evocada fractura sentimental o la evasión de una tesitura compleja—, como hacer de la capacidad de sugestión de la imagen un particular parapeto —en especial, en lo que concierne a esa ‹coming of age› donde besos acuáticos y paulatinos movimientos de piernas tienen más poder que cualquier línea de diálogo— e incluso jugar con una ambivalencia muy bien explorada —en torno a la inamovible decisión del padre y todo lo que se sustrae de la misma—.
Delicada, sinuosa y lúcida, su capacidad por enlazar (y resolver) distintas temáticas dentro de un mismo ámbito, provee a este debut de las suficientes capas como para concretar que estamos ante algo más que una promesa cuyo destino se ilustra mucho mejor en una mirada y un viaje que parece dispuesto para una nueva (y esperanzadora) oportunidad.
Larga vida a la nueva carne.