Una mirada, un gesto, una réplica inesperada… el amor es capaz de nacer de tantas maneras que intentar entenderlo puede llegar a ser algo así como un ejercicio baldío, en especial si es ‹fou› (o loco, ese concepto que tanto enamora a los franceses); igual que la emoción, es imposible de poner a prueba o juzgar, puesto que puede aparecer en cualquier instante, de la forma más repentina y absurda, y es que no hay lógica que pueda controlar un torrente que va más allá de la razón, de lo que se percibe en cada imagen y cada espacio.
Gilles Lellouche, uno de esos rostros inseparables del thriller galo que debutaba en solitario hace unos años con El gran baño, parece tener muy claro que al amor y a la emoción no se llega por la vía racional, y que todo esfuerzo puede terminar siendo vano si no se es capaz de llegar al fondo de la cuestión por más que pueda ser del modo más obvio y llamativo. O quizá todo sea más simple, y a fin de cuentas lo que busque el ahora realizador es potenciar esos momentos que deben sobresalir y dotar de un ‹corpus› propio a la obra. Como si cada estampa debiera tener un significado más allá de lo puramente conceptual, y lo estridente y pretendidamente barroco se dieran cita para apuntalar aquello que en la superficie no es sino una glosa de motivos ya conocidos: de la cronología del primer amor (fou), a la crónica del ascenso y caída repentina en un mundo criminal que capta los códigos del ‹neo-noir› y termina desintegrando aquel espacio donde el beso inicial, el primer trayecto juntos en bici o los mimos (y algo más) iniciales tendidos en un basto manto verde quedan enterrados por una nueva y estimulante motivación.
Porque no nos engañemos, Corazones rotos (traducción del mucho más estimulante L’amour ouf, que no deja de ser un tenaz juego de palabras, pues en francés la partícula ‹ouf› es verlan de un vocablo de sobras conocido como ‹fou›) es un expositor de tropos de ambos géneros que, bajo la batuta de Lellouche, se amplifican y deforman, llegando a componer imágenes las veces tan ‹kitsch›, cursis o incluso bordeando un pronunciado ridículo como se podrían llegar a advertir de un viaje ya desmedido desde sus primeros compases.
En efecto, estamos ante un artefacto donde todo es exceso: esa potente banda sonora sonando a todo trapo compuesta por ‹hits› de tiempos pasados (de The Cure a Prince) que fueron mejores, juegos y piruetas visuales de toda índole, posean mayor o menor razón de ser —de hecho, la retórica de algunas de sus imágenes resulta las veces tan elemental como casi grosera—, intérpretes que abandonan todo atisbo de cordura para aportar ese toque de locura —véase a François Civil en la secuencia de apertura arremetiendo contra la ventanilla de su coche— e incluso un romanticismo trasnochado que termina por ser algo relamido hasta en sus momentos más íntimos —esa secuencia al atardecer entre Jackie y Clotaire tendidos en mitad de la campiña—; pero ello no impide que esas explosiones emocionales colocadas a lo largo de una narrativa que funciona como un reloj surtan su efecto, otorgando los estímulos necesarios al relato.
Puede, pues, que estemos ante un film al que se le ven las costuras, las ganas de epatar y de servir como vehículo de lucimiento para su autor, pero estaríamos faltando a la verdad si negásemos que esa oda al primer (y único) amor funciona con una fuerza las veces arrebatadora, que desplaza cualquier argumento posible ‹en pos› de una franqueza que también conoce como encontrar, apartando toda pirueta, adhiriendo su exposición a diálogos que desnudan a sus personajes, y dejándolo todo en manos de François Civil y Adèle Exarchopoulos, que poco más necesitan que un pertinente plano/contraplano para llegar al lugar deseado. Así, y donde otras propuestas triunfan sabiendo administrar sus pulsiones, ejecutando una planificación sólida y poderosa, y dominando cada registro que manejan, pero se pueden llegar a quedar en lo frío y académico, esta Corazones rotos, imperfecta, en ocasiones afectada, sencilla y hasta pendiente de algún que otro ingenuo subrayado conoce cómo llegar precisamente a dónde la razón termina siendo despojada de su sentido crítico: ¿y es que no es, en ocasiones, esa la verdadera magia del cine?
Larga vida a la nueva carne.