Eskil Vogt, el guionista de inquietantes y sugerentes títulos como Oslo, 31 de agosto (2011), El amor es más fuerte que las bombas (2015), Thelma (2017), o la más animada y reconocida en España La peor persona del mundo (2021), forma una aclamada pareja con el director Joachim Trier, aunque entre las películas mencionadas también ha tenido tiempo de dirigir él por su cuenta otras como Blind (2014) o The Innocents (2021), en las que mantiene un espíritu y tonos similares al de su compañero en otras obras. Tanto es así, que habrá quien se plantee la dicotomía que, en su momento, quizá separase en dos a la pareja formada por Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga: si el mérito de sus películas dependía más del buen hacer de su guionista o de su director. Algo que, de momento, parece no afectar a los espíritus del norte, quizá por tener un talante diferente o menos luz. Sea como sea, su último guion, el de la película danesa Copenhagen Does Not Exist, aparece como una tercera vía para olvidarse del ego o para debatir si lo más importante es un guion o un director: darle tu guion a otro director distinto sin enfadarte con él. Un hecho, este, que coincide con que el otro día se hizo medio viral un vídeo de Steven Spielberg diciendo que lo más importante en una película es el guion, destrozando de repente la idea del cine como un lenguaje propio, un arte como ningún otro, por esa fuerza, precisión y crudeza con las que transmite la conciencia de los hechos y las estructuras estéticas existentes y cambiantes en el tiempo. Y eso sin hablar del montaje como una tercera pata.
En este caso, Copenhagen Does Not Exist es el segundo largometraje dirigido por Martin Skovbjerg, quien claramente ha intentado desarrollar un ejercicio de estilo para dar una vuelta de tuerca más a ese debate. Una obra que parece querer dejar claro que, desde la realización, puede dar forma visible y real al tiempo, definido, fijo e inmutable, pero a la vez intensamente subjetivo, entre la realidad y el mundo profundamente interior. Porque el cine puede ser poesía visual, en este caso fría y preciosista, de ritmo lento, tono melancólico y estructura misteriosa. De ahí que cueste tanto distinguir la responsabilidad de sus defectos. ¿Los personajes escasamente definidos son culpa del escritor? ¿Que los detalles de la relación de amor que vemos entre las protagonistas no nos ayuden a comprender mejor la pasión que se sienten es culpa del director? Y, ¿de que, aun así, entendamos y entremos de lleno en su sufrimiento compartido? Lo mismo ocurre con el misterio planteado desde la sinopsis —una joven llamada Ida desaparece sin dejar rastro y su novio se deja encerrar voluntariamente para ser interrogado por el padre y el hermano de Ida—, que funciona como un juego de adivinanzas cuyas respuestas dan valor a las escenas mostradas retroactivamente en una historia abierta a la interpretación hasta que el final nos cierra algunas puertas que reflexionaban sobre la memoria y la manipulación más allá de la imagen, la depresión, los sentimientos (su definición, acotación y contexto) o la significación de conceptos como libertad.
A pesar de ser, después de todo, una historia arquetípica de chico conoce chica, con su toque indie que muestra la figura de una mujer mona y alocada y se centra, en primer término, en el enamoramiento de él, funciona sobre todo como un estudio de la depresión, ya que como historia de amor deja bastante que desear. No solo por la ya comentada escasa definición de los dos personajes principales, también por la poca química que se siente entre ellos. Quizás a sabiendas de este factor, la película (con guionista y realizador de la mano) se centra mucho más en encontrar recodos donde comprender la cabeza aparentemente inestable de los personajes y su posición como dos extraños en los márgenes de la sociedad, reflexionando también sobre el significado de la pareja, la necesidad de los quehaceres, el entorno, la amistad o las obligaciones que, si además sumamos la tristeza o depresión al cómputo global, deben coexistir en una relación amorosa. O, lo que es lo mismo, el mundo exterior que se entromete.
Todo esto resulta muy interesante, en su imperfección. Como todo se presenta como un misterio, expuesto a través de la visión fragmentada del mundo del protagonista masculino y su construcción del personaje femenino (cuyo alcance solo comprendemos gradualmente), la película supedita la falta de peso de ambos, algo planos, a elecciones creativas fragmentadas más elaboradas. De hecho, tanto es así, que después de tanto hablar sobre si el responsable de una buena película es el guionista o el director, quien de repente sale victorioso tras ver Copenhagen Does Not Exist es el director de fotografía Jacob Møller —también en Expediente 64 (Los casos del Departamento Q) o Shorta. El peso de la ley—, cuyas imágenes (a veces demasiado) estilizadas se elevan significativamente por encima de la producción, siendo en estos tiempos casi como un don para experimentar con el lenguaje cinematográfico a través de la luz. Pero vaya, como diría Andrei Tarkovsky, «el arte es por naturaleza aristocrático y naturalmente selectivo en su efecto sobre la audiencia. Incluso en sus manifestaciones “colectivas”, como el teatro o el cine, su efecto está ligado a las emociones íntimas de cada persona que entra en contacto con una obra. Cuanto más traumatizado y atrapado esté el individuo por estas emociones, más significativo será el lugar que ocupará la obra en su experiencia». En la mía, de momento, quedan muchas cosas, ninguna perfecta, pero al mismo tiempo suficientemente evocadoras en todas sus partes.