En mitad de una ceremonia, mientras Michael Borodin realiza un ‹zoom out› que va encuadrando a todos los personajes en escena, uno sobresale por encima del resto: una mujer mayor, rubia, y de carácter rígido da, de repente, una orden como si susodicha ceremonia estuviese en un segundo plano. Pronto descubrimos que es la matriarca de una familia improvista, que regenta con mano dura una tienda situada en una ciudad rusa. El cineasta uzbeko se aferra a los detalles, acompañados por un notable trabajo de puesta en escena donde el ‹off› preserva su importancia, para introducirnos en la rutina de lo que se asemeja a una comunidad musulmana viviendo entre esas cuatro paredes, siempre bajo el yugo de un personaje sin miramientos ni escrúpulos, que se vale tanto de la intimidación como comprendiendo un lugar destacado en ese ecosistema que lidera («¿Sabes cuánto me debes?», le espetará a Mukhabbat, la protagonista, tras un comportamiento que cree reprobable). Pero no serán solo las palabras y los hechos aquello que dirima la condición de quienes conviven bajo ese techo, sino asimismo un estado que Borodin focaliza en el personaje central, visiblemente debilitado y un tanto esquivo, quizá por todo lo propiciado a través de ese clima, quizá por la desconfianza que se podría deducir de un ambiente inhóspito y viciado por las prácticas y medios habituales de esa matriarca.
Convenience Store emerge así como un retrato donde el esclavismo moderno, en forma de infierno terrenal, es reproducido de forma cruenta deslizando una atmósfera turbadora que acompaña tanto aquello que se nos muestra, como lo que no: en ocasiones, una serie de gritos percibidos por un cliente pueden llegar a ser mucho más reveladores que la atronadora realidad. No evita mostrarla, no obstante, el cineasta, que convierte esa tienda en una estampa estridente de la misma, empleando en ese sentido el sonido como otro elemento desde el que palpar una incomodidad que bien podría convertir el debut de Borodin en un helador thriller, aunque por desgracia no sea sino un escenario tan tangible como veraz. Convenience Store deviene, manejando esos parámetros, un ejercicio difícilmente soportable por momentos, donde la asfixia y el maltrato que reciben esos personajes traspasa la pantalla, encontrando en esas cámaras que regentan el local y que supervisa vez tras otra la dueña una pieza desde la que controlar cada rincón sin escapar ni por un instante a su omnipresencia.
Ese tono, que se amplifica especialmente en un primer tramo donde solo parece alejarnos del desasosiego imperante una secuencia en clave onírica que a su vez emerge como recoveco pesadillesco, pero cuanto menos rebaja la modulación del film por sus formas un tanto menos escarpadas —y es que el uzbeko logra transformar cada rincón de esa tienda en un verdadero abismo que rezuma inhumanidad—, no se diluye ni mucho menos en un segundo tramo donde Convenience Store abandona dicho emplazamiento pero no una desesperanza que se traspasa todos y cada uno de los poros de la obra. Nos encontramos, de este modo, ante una propuesta que si bien pierde esa fuerza inicial, en ningún momento desvía el foco de su objetivo, trazando una radiografía que se siente tan certera como descarnada, pero casi nunca cruza esa peligrosa línea donde lo real traspasa un plano en el cual el tremendismo podría encajar a la perfección. Y es, amén de en esa construcción de ambientes angustiosos y opresivos, donde sobresale el cine de un realizador capaz de condensar las claves de un universo que con facilidad podría perder su verdad de amplificar ciertos rasgos que parecen lejanos a una voz tan propia —y, en parte, alejada del cine de género, cuando ese acercamiento podría haber sido obvio— como convencida.
Larga vida a la nueva carne.