En 1973 tuvo un feliz matrimonio entre dos de los cineastas más comprometidos de su época. Hablamos de la colaboración del guionista italiano Franco Solinas con el director Costa-Gavras. El primero es conocido por sus libretos para buena parte de las cintas de Gillo Pontecorvo, entre las que destaca una de las cintas “políticas” por excelencia, La batalla de Argel. El segundo necesita poca presentación, sobre todo con obras a sus espaldas como Z, Missing (Desaparecido) o la estrenada en nuestras carteleras este pasado viernes, El capital.
Ambos compartían una visión del mundo tirando hacía el izquierdismo radical de la época, pero de igual manera sus planteamientos de la política estaban marcados por el humanismo y el desprecio de la violencia. A Costa-Gavras le interesaba la compleja relación entre el terrorismo y la lucha por la libertad que se vivía en buena parte del planeta y Solinas ya había trabajado sobre el tema en la anteriormente mencionada La batalla de Argel, libreto que se caracteriza si bien por posicionarse por el bando argelino, mostrar una realidad compleja e incómoda donde las muertes de inocentes se suceden por todas partes y la línea entre los héroes nacionales de Argelia y el terrorismo puro y duro quedan desdibujados (y lo mismo pasa con el bando francés), a parte de construir uno de los personajes más terribles vistos en pantalla, el coronel Mathieu.
Gavras quería hablar sobre la situación de Sudamérica, lugar al que el cineasta volvería a detener su mirada en la posterior Missing, posiblemente su mayor éxito comercial. Así que juntos comenzaron a escribir el guión de lo que sería Estado de sitio.
En esta ocasión se nos habla de la influencia, por decirlo de algún modo suave, de los Estados Unidos en la Sudamérica de los años 70 y su política exterior, consistente en alentar dictaduras amigas y combatir cualquier intento de cambio. Son años con Nixon en el poder, donde la intervención del supuesto país de las libertades en sus vecinos del sur llegó a una de sus cotas más altas. Nixon veía comunistas por todas partes y la línea a seguir es que cualquier nuevo viento que asomara, comunista o no, anti-“yanki” o no, debía ser destruido. Lo de Cuba no podía volver a repetirse. Vale. Puede que esos gobiernos títeres fueran unos hijos de puta. Pero eran sus hijos de puta.
El movimiento Tupacamaro uruguayo ha secuestrado al señor Philip M. Santore. Amenazan con asesinarlo si no se atiende a una serie de demandas. Mediante el montaje y el buen uso de la elipsis, las que pudieran ser las preguntas básicas quedan resueltas en apenas unos minutos. Solinas y Gavras tienen otras preguntas para el espectador. ¿Quién es ese tal señor Philip M. Santore y qué papel tiene en los derrocamientos de gobiernos no amigos de los Estados Unidos y en la formación y el adiestramiento de las unidades de la muerte en países como Argentina, Uruguay y tantos otros?
Mediante un estilo cercano al documental nos introducimos en la historia del señor Santore y por ende en las represiones que sufrían los pueblos latinoamericanos. Pero hay más. Prácticamente se desdramatiza el thriller que late en la película para convertirlo en un relato político, gracias al montaje o la huida del efectismo y la sensiblería típicos que solemos encontrar en estas películas, como muchas veces pasa desgraciadamente con nuestro cine patrio. No hay por tanto ni rastro de drama social. Gavras extrae todo el envoltorio para quedarnos con el seco y duro hueso. Es por ello que no se hacen concesiones en la obra pero desde luego la recompensa lo merece con creces.
Es curioso, porque por mucho que se vislumbre un animal político en cada película y fotograma de una obra de Gavras y por mucho que la inclinación del director se encuentra basculada a la izquierda, su cine nunca toma partido más que por los que sufren injusticias, vengan de donde vengan estas. Ya sufrió el director las iras de buena parte de quienes lo adoraban tras visionar La confesión (1970), donde las injusticias eran cometidas en nombre del comunismo. De igual manera el heleno-francés se llevó sus palos tras Hanna K. (1983, también con Solinas co-escribiendo) acusado de antisemita, ignorando el hecho de que él mismo había filmado una cinta como Sección oficial (1975) donde dejaba constancia del colaboracionismo francés en época Nazi para llevar a cabo el exterminio de los judíos residentes en suelo galo, lo que no sentó muy bien a un país que siempre recuerda a la minúscula resistencia francesa pero prefiere olvidar a los más numerosos compatriotas entusiastas del Tercer Reich. No me cansare de repetirlo. El cine de Gavras, estando enfocado en la política a todos los niveles, nos habla de la injusticia. Siempre. Su humanismo o su desprecio por la sesga de vidas humanas siempre ha sido patente a lo largo de toda su filmografía, aunque a veces su humor extremadamente negro impide verlo con claridad.
Volviendo a la película en cuestión, el seguimiento de los hechos corresponden más a una crónica o radiografía que a una historia hollywoodense al uso. Y sin embargo la cinta nos deja escenas para el recuerdo, como esa votación clandestina en un autobús, con los “jueces” subiendo y bajando en cada parada, para decidir el destino del prisionero. Finalmente, se hace un retrato desolador de la intervención norteamericana en suelo latinoamericano, donde sin estar precisamente de acuerdo con los métodos elegidos por los Tupacamaro, se elige en mayor medida su punto de vista para narrar lo acontecido y formar un gran puzle donde cada pieza va encajando para llegar a las conclusiones finales. Es aquí donde se nota con maestría la mano especial de la pareja formada por guionista y director, porque habiendo descubierto el mal que porta el prisionero, uno no desea su muerte.
Obra tan comprometida como crítica. Pero el mundo está lleno de películas con los mismos adjetivos que son cuanto menos olvidables. Una peli cojonuda, vaya. Seca, desprovista de adornos y sensiblerías fáciles, al más puro estilo de su cineasta.