La forma en que se ruedan las películas referidas una década anterior a esta sobre mafias, sobre organizaciones criminales o que hacen alusión al auge de un grupo de personas encargadas de llevar a cabo unos negocios delictivos de una forma más o menos rigurosa, se está desarrollando, o se está dirigiendo, hacia un lugar común. Se ha vuelto más que una costumbre y la semana pasada ya lo contrasté al hablar de El clan, de Pablo Trapero. Uno ve una cinta como Conexión Marsella y lo único que cambia es el contexto, la trama, pero no las formas de mostrar los hechos, a pesar de ser distintos. Si bien ya comenté al hablar de la obra argentina que esto no es en sí algo negativo, sí que resta, porque produce el efecto contrario al que pretende recrear: el elemento más estimulante del ritmo de la misma es ya tan repetitivo que uno piensa que está desgastado. Lo siente así.
En Conexión Marsella, de Cédric Jimenez, uno ve una cinta de más de dos horas de duración que, basada en hechos reales, tiene su mayor interés en la propia historia real y en los papeles de los dos personajes protagonistas, el bueno y el malo, con el feo mediante. Uno siente la presión que sienten ambos, y que ellos mismos se generan en el otro, de una forma u otra, mientras todos los demás elementos de la misma resultan más corrientes. Uno se cuestiona entre la ética del juez acusador y la franqueza del criminal inculpado. No porque no vea lo qué es justo y lo que moralmente es el bien, sino porque ambos personajes muestran una peculiar relación que va creciendo en los minutos. En gran parte es debido al carisma que tienen los actores Jean Dujardin y Gilles Lellouche, cuyas miradas se sostienen en el tiempo cuanto sea necesario. Pero eso es (casi) todo. Uno ve Conexión Marsella y echa un poco de menos a Fernando Rey, y no porque esta cinta tenga algo que envidiar a aquella conocida como The French Connection —son diferentes y con una estética producto de sus épocas—, simplemente porque aquella no se hacía tan larga y se centraba mucho más en la importancia de los personajes, sobre todo en su primera parte.
En Conexión Marsella se quiere acaparar todo y eso la merma; el aspecto familiar de unos y otros, su trabajo, sus negocios, sus idas y venidas, los cómos y porqués, y todo ello resulta muy interesante, pero al cabo de dos días ya casi está olvidado. La buena música añadida en las escenas de las detenciones múltiples, las preocupaciones, las celebraciones, los asesinatos, las venganzas, las amenazas, los miedos, los cuestionamientos y las vicisitudes de este implacable juez que lucha contra la droga y la violencia en la Marsella de los años 70 está bastante vista, y todo lo bueno que vemos en ella no parece suyo realmente. Su impecable acabado, su buen hacer y su correcto ritmo impulsan 2 horas y cuarto de cine más que entretenido, pero al fin y al cabo no notable (nunca globalmente). Uno no siente apenas nada las primeras 2 horas, a pesar de todos los sentimientos por los que ha transitado a lo largo del tiempo. Lo que hace que me vuelva a preguntar por el sentido de la vida… de algunas cintas. Y entonces llegamos a los últimos minutos y creo tener las respuestas. Puede que trasladar historias verdaderas (incluso aunque no seas fans de las mismas: de las interioridades del crimen organizado, de las investigaciones policiales y de los asesinatos múltiples). Quizás, al menos así lo es para mí, el sentido sea mostrar los muertos de la realidad, los motivos que hubo detrás de todo aquello, y sus consecuencias. Y Conexión Marsella tiene un colofón final que hace bastante mayor un film que parecía menor como genérico.
Por otro lado, me resulta preocupante mi conocimiento sobre drogas, sobre la importancia de la pureza de la misma, los entresijos del negocio, el movimiento de la mercancía, la importación y exportación y los funcionamientos internos de la propia mafia. Así resulta complicado sorprenderse o abatirse con lo visto, aunque esto sólo es cosa mía.