Con la entrada de un nuevo año es momento de echar la vista atrás y repasar brevemente uno de los acontecimientos cinematográficos más importantes del pasado 2021, la celebración de la 69 Edición del Festival de San Sebastián, la segunda llevada a cabo en tiempos de pandemia. Pese a las múltiples restricciones por COVID, no hubo prácticamente ningún problema —solo alguna incidencia para reservar las entradas en un par de jornadas nos impidió ver algunas películas, entre ellas la ganadora de la Concha de Oro a Mejor Película, la rumana Crai Nou (Blue Moon), de Alina Grigore— para poder disfrutar de la innumerable cantidad de títulos proyectados en las diferentes secciones del festival.
En la sección oficial se presentaron filmes de todo tipo. Como era de esperar, obras fallidas, como la indecisa y recargada Distancia de rescate, de Claudia Llosa, o la complaciente Maixabel, de Icíar Bollaín. Incapaz de encontrar el rumbo en sus tediosos noventa minutos de metraje, la propuesta de Llosa se pierde entre giros de guion absurdos y un tratamiento formal vacío. Por su parte, la alarmante simplificación de los conflictos abordados en la cinta de Bollaín sentencia definitivamente un filme banal, redundante e incluso algo oportunista, características que no encontramos en la controvertida I Want to Talk About Duras, de Claire Simon, un filme arriesgado, exigente y sesudo que, en su totalidad, genera más dudas que certezas debido a su incapacidad para desarrollar adecuadamente la inexpresividad de su dispositivo, pero supone una experiencia interesante y a valorar en el conjunto de las películas menos destacadas de esta sección. Otras películas más correctas, pero igualmente intrascendentes, serían la opresiva y extremadamente física La abuela, de Paco Plaza, o el biopic por el que Jessica Chastain fue galardonada a la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal, Los ojos de Tammy Faye, de Michael Showalter. premio que compartió con Flora Ofelia, protagonista de As in Heaven, filme por el que Tea Lindeburg se alzó inexplicablemente con la Concha de Plata a Mejor Dirección. También fue bastante incoherente premiar a Claire Mathon por su fotografía en la austera Undercover, de Thierry de Peretti, cuando una opción más adecuada podría haber sido Ping yuan shang de huo yan (Fire On The Plain), el solvente y prometedor thriller del debutante Zhang Ji.
Aunque no fue premiada, Arthur Rambo, de Laurent Cantet, fue una de las películas de más alto interés conceptual debido a sus ideas sobre nuestra relación con el mundo digital. Tampoco fue premiada El Buen Patrón, de Fernando León de Aranoa, algo que no está impidiendo que sea una de las películas más exitosas más allá del ambiente festivalero. Comedia quizá demasiado equilibrada con un Javier Bardem en plena forma que apunta a ser una de las grandes ganadoras la noche de los Goya, en la que también se espera que salga victoriosa Quién lo impide. El colosal y versátil documental de cuatro horas dirigido por Jonás Trueba fue la gran revelación del festival y merecía ganar un premio mejor que la Concha de Plata a Mejor Interpretación de Reparto, galardón que se llevó el elenco de jóvenes que protagonizan una película plenamente juvenil, transparente y desbordante.
Junto con Quién lo impide, dos títulos de la sección oficial que se encuentran a un nivel muy superior a los mencionados previamente —especialmente en cuanto a puesta en escena se refiere— fueron el Premio Especial del Jurado, la críptica e inalterable Earwig, de Lucile Hadzihalilovic, y el Premio del Jurado al Mejor Guion, la elegante y meticulosa Benediction, de Terence Davies. Era de esperar que la mejor película de la sección oficial fuera obra de un maestro de la talla del cineasta británico que, en su nueva película, construye una interrelación entre poesía y cine perfecta para explorar la convulsa personalidad del poeta Siegfried Sassoon, interpretado por un Jack Lowden formidable.
Aunque cuesta entender las decisiones tomadas a la hora de entregar algunos premios, en general, el nivel de la sección oficial fue el esperable, ofreciendo algún que otro fiasco, pero siempre manteniendo títulos interesantes y, con suerte, alguna joya.
Sin embargo, más allá de la sección oficial también pudieron verse títulos de renombre, entre ellos, algunas de las mejores películas del año. En la sección Perlak, por ejemplo, se proyectó Les illusions perdues, de Xavier Giannoli, el arrollador documental The Velvet Underground, de Todd Haynes, la visceral Titane, de Julia Ducournau, la polémica Benedetta, de Paul Verhoeven; la divertida —pero, cabe decirlo, algo decepcionante— Red Rocket, de Sean Baker; la sobrevalorada El poder del perro, de Jane Campion; la estimable Petite Maman (ganadora del premio del público), de Céline Sciamma, y la sensacional y abrumadora The French Dispatch, de Wes Anderson. Por su parte, Paolo Sorrentino presentó la problemática Fue la mano de Dios (excelentemente analizada por Judit Ortuño en la crítica enlazada). También se vieron en esta sección las dos mejores películas presentadas en el festival: Drive My Car y La ruleta de la fortuna y la fantasía. Dos obras excepcionales dirigidas por uno de los mejores directores del momento, el japonés Ryûsuke Hamaguchi.
En la sección Zabaltegi-Tabakalera disfrutamos de dos cintas cautivadoras, de lo mejor visto en todo el festival, como lo son El gran movimiento, de Kiro Russo, y Vortex (Premio Zabaltegi), de Gaspar Noé. Mientras que el filme colombiano explora una experiencia del existir esencialmente sensorial, Noé se acerca crudamente a la intimidad de dos personas mayores (excelsos Darío Argento y Françoise Lebrun) y filma en pantalla partida y a través de una sobriedad desoladora el proceso de dos existencias desvaneciéndose. Asimismo, el pase sorpresa del festival fue otra película bastante destacable, Spencer, de Pablo Larraín, notable aproximación a la figura de la Princesa Diana (Kristen Stewart) a partir de la dialéctica entre atracción-repulsión.
También pudieron verse títulos diversos en la sección New Directors, donde ganó Unwanted, de Lena Lanskih; en la sección Horizontes Latinos, en la cual se alzó victoriosa Noche de fuego, de Tatiana Huezo; en la sección Nest o en la Retrospectiva ‘Flores en el Infierno. La edad de oro del cine coreano’, un interesante recopilatorio de diez títulos fundamentales de una etapa más desconocida de este país.
En conclusión, no faltó una enorme diversidad de propuestas cinematográficas y, como ya hemos señalado previamente, las restricciones COVID no supusieron ningún inconveniente a largo plazo, así pues, no hubo problemas para poder disfrutar plenamente de la 69 edición del Festival de San Sebastián. No obstante, tras varias ediciones bajo circunstancias adversas a las que, como el Zinemaldia, también se enfrentan muchos otros festivales, surgen algunas preguntas sobre cuál será el futuro de estos certámenes y no necesariamente todas giran en torno al coronavirus. Uno se pregunta qué medidas se mantendrán en futuras ediciones, pero también deberíamos llegar a plantearnos qué vía tomarán estos certámenes tras la llegada de las plataformas. ¿A quién le interesan realmente estos festivales? ¿Cómo deben afrontar la crisis a la que se enfrentan las salas de cine? ¿Cómo es posible que, pese a la cantidad de temáticas presentadas, cueste tanto abordar idóneamente un tema tan contemporáneo como la pandemia? ¿Deberían ser los festivales de cine encuentros para debatir y abordar directa y abiertamente aquello que ocurre en el mundo o deberían ser más bien como burbujas en las que refugiarse o evadirse del exterior? ¿Y cuál es el papel de la crítica cinematográfica en este contexto?
Por último, me gustaría agradecer a mi compañera y amiga Judit Ortuño el poder haber debatido sobre todas estas cuestiones y películas a lo largo de la cobertura del festival. Sin ella, sería mucho más difícil disfrutar y escribir sobre cine. Tanto ella como yo estamos muy agradecidos también con Cine Maldito por habernos dado la oportunidad de cubrir el certamen y, obviamente, con todos los lectores que han seguido nuestra aletargada e interrumpida cobertura.