Siento un gran alivio al ir a un festival extranjero como Indielisboa. Y es que, por eso de no controlar muy bien el portugués todavía, puedo evitar con mayor facilidad escuchar el discurso y sentir la chabacanería moral, estética e individual que proyectan aquellos llamados “festivaleros” (el equivalente al turista de sol y moscas pro, para que nos entendamos, no tanto por su atuendo identificable —camiseta, bandolera (a ver, las bandoleras están bien), acreditación en la frente, gorra con rejilla cubre-ojos si la hubiera—, sino por una especie de seguridad pastosa e irritable que se palpa), y que no consiste en otra cosa que una especie de juego en el que la jerarquización y el juicio por el juicio llevan la voz cantante. Estos exaltados irracionales, para aquel que todavía no los tenga calados, pueden ser identificados por expresiones dignas de forofo futbolero de panceta y grasa como “este año falta x autor” (algo que podría resultar totalmente normal si no se dijera antes de haber visto las películas, tanto las de la sección en cuestión como la del ausente, para poder comparar —lo prometo, este año he escuchado a alguien que creía serio decir totalmente convencido dos semanas antes de empezar Cannes que faltaba Dolan—) o directamente interpretando una especie de causalidad oculta que les lleva a anticipar vencedores y vencidos. Fanáticos del sentido, esnifadores de líneas causales que se os atascan en la tocha: dejad los prejuicios de lado de una puta vez.
Total, que este año no entendía muy bien a toda esta gente y ello me ha llevado a romper de cierta manera esa barrera de soledad que, materializada en los brazos del asiento de la sala, considero sagrada e irrenunciable, a pesar de haber mantenido mi voto de castidad en lo que a la opinión inmediata sobre una proyección se refiere (¿no es mejor estar en silencio durante media hora y observar si a la otra persona le ha cambiado la cara, si tiene ahora la mirada perdida, si coge el cigarro de una manera distinta? ¿Con qué postura bebe el café ahora? ¿Cómo es el ritmo de sus movimientos después de la película? ¿No te la sopla acaso ahora la opinión o lo que piense, sino el efecto que ha tenido en su lenguaje corporal?). Y así es como, entablando conversaciones esporádicas y con el regusto del contraste entre la nueva lengua y el acento de la vieja, me he abierto todo lo que he podido a esa programación para cinéfagos que reúne, pasadas por el filtro de los programadores y del nivel que el prestigio del Festival les permita, lo que se supone que es la creme de la creme del cine independiente internacional que se amolde a las tendencias formales y temáticas que han impuesto otros festivales de más relevancia.
Es decir, que en este sentido no ha faltado el documental minimalista de cámara en mano, representado en esta edición de Indielisboa por La liberté (Guillaume Massart, Francia, 2018), registro de una serie de presos en una cárcel atípica que provoca la mueca que sigue al “¡Hos-tias!” que sale solo cuando una película te da un buen bofetón, siendo las divagaciones a las que les lleva el realizador por el método del partero de ideas, así como la manera en la que éste capta esos fragmentos de vida —con un plano final que no olvidaré—, siempre desde la humildad del que sabe la limitación del terreno-género en el que se mueve. Pero tampoco se echó en falta el drama rumano que encarnaba Pororoca (Constantin Popescu, 2017), obra que pone la piel de gallina desplegada a través de un dispositivo formal excelente, aunque explotado hasta la saciedad en estos tiempos que corren, que quedaba relegado a un segundo plano por la interpretación sublime, brillante y todo lo positivo que se te pase por la cabeza de Bogdan Dumitrache, actor fuera de sí del que es imposible decir algo más sin que me tiemble la manoesdck.
Pero de entre toda la programación, y sin olvidar la maravillosa Mes provinciales (Jean-Paul Civeyrac, Francia, 2018), fueron tres proyecciones las que llamaron en especial mi atención y excitaron mis sentidos 1. En primer lugar Les garçons sauvages (Francia, 2017) me reventó la cabeza. Esta joya, dirigida por Bertrand Mandico, un artista del que apenas he visto dos cortos de entre los mil que tiene, posee la virtud de sintetizar una belleza absoluta con una exploración a todos los niveles, reflejando también un trabajo de reciclaje que, en la suma loca de todos sus elementos, termina por parir un engendro muy curioso que quizá será entendido como una provocación por aquellos tipos tradicionalistas que siempre hay en todos los sitios. En segundo lugar me clavó en el asiento y disparó mi mente An Elephant Sitting Still (Hu Bo, China, 2018), obra-tótem dirigida por un autor que se fundió con su obra. Un discurso estrictamente pesimista tiznado por una desilusión que hiela, todo un canto a la decadencia acelerada que busca huir de un mundo en el que la vida devora a la vida. En tercer lugar me encandiló la Maratón Boca do Inferno, una frikada que abarcó la madrugada del primer sábado de Festival. Seis horas, interrumpidas por unos pocos minutos de descanso, en las que se sucedían largos y cortos que iban de lo experimental y del formalismo puro al terror despojado de La nuit a dévoré le monde (Dominique Rocher, Francia, 2018), pasando por la comedia salvaje y rebelde de Mutafukaz (Shoujirou Nishimi, Guillaume Renard, Francia, 2017). Fue sin embargo en la clausura de esta maratón que apareció Laissez bronzer les cadavres! (Hélène Cattet, Bruno Forzani, Francia, Bélgica, 2017), estimulante que disipó cualquier señal de sueño, todo un zapato de tacón estilizado y de diseño hincado por el orto.
No cabe duda que toda la amalgama espesa (en un buen sentido, un batiburrillo interesante) de películas que daban forma al Indielisboa reforzó en una dosis más que razonable la dialéctica general entre proyecciones del día y fiestas nocturnas, que no consiste en otra cosa que en tensar la cuerda en base a la saturación mental del espectador, debida a la sobre exposición a la imagen, hasta ofrecerle la válvula de escape que libera toda las tensiones desde la sobre exposición al alcohol o lo que cada uno tome, generando así un movimiento pendular que te deja bastante jodido durante un par de semanas.
1– El orden es simple y llanamente azaroso, no se trata de establecer ninguna jerarquía entre ellas.