La penúltima edición del Festival de Berlín bajo la dirección de Dieter Kosslick ha provocado reacciones bastante negativas respecto a su programación durante su transcurso —especialmente en la selección de su Sección Oficial a competición de este año— y su palmarés. Los titulares y las crónicas sensacionalistas respecto a la máxima galardonada, la rumana Touch Me Not (Adina Pintilie), daban a entender por un lado la supuesta pérdida definitiva de rumbo del certamen y por otro sobredimensionaban la supuesta naturaleza deliberadamente provocadora y hueca del film que también se hizo con el premio a mejor ópera prima. En cualquier festival internacional es fácil encontrar quejas durante las jornadas de sus proyecciones respecto a la calidad media o la coherencia de sus secciones en los títulos elegidos para formar parte de ellas.
No creo que el nivel a competición en la sección principal fuera especialmente mediocre comparado con años anteriores, pero sí se da la circunstancia de que el Jurado Internacional no ha sabido representar en sus decisiones por consenso la gran diversidad de propuestas y autores presentes en la misma: por un lado premiaban las fantásticas Isle of Dogs (Wes Anderson) y Museo (Alonso Ruizpalacios) o la arriesgada Mug (Malgorzata Szumowska), mientras por otro daban crédito a otras (Las herederas de Marcelo Martinessi) que no ofrecen nada especialmente novedoso o son obras de autores conocidos cuyo estilo se ha diluido en convenciones narrativas (Dovlatov de Alexey German Jr.), pero que irónicamente recibieron una respuesta más positiva en general por la prensa. Cabe preguntarse ¿qué tipo de cine esperan encontrarse aquí los asistentes a la Berlinale? Da la sensación de que el único modelo válido es el de Cannes y su criterio endogámico de búsqueda de prestigio como único fin en si mismo para justificar su propia existencia a través de los nombres que el mismo festival apoya. Damsel (David & Nathan Zellner) o Fliglia mia (Laura Bispuri) hubieran podido equilibrar y completar un palmarés que combinara su compromiso con un cine de dimensiones políticas y el reconocimiento de nuevos discursos y reformulaciones de viejas expresiones cinematográficas ya conocidas.
Mientras esperamos a conocer el resultado del proceso de búsqueda de un sucesor para Kosslick, sí que se puede hacer un ejercicio de crítica constructiva respecto a la falta de personalidad de las otras dos grandes secciones de Berlin, Panorama y Forum —sin incluir Generation, cuyas bases y restricciones temáticas establecen positivamente una sólida cohesión en su programa dentro de su incuestionable variedad—. La conclusión es que es inasumible mantener una consistencia cuando se eligen decenas de títulos con los que además se pretende representar el estado global del cine de autor más radical o el que permite sondear el contexto social mundial en una búsqueda de conexión con el público a través de una gran diversidad estética y discursiva.
A partir de esta premisa se puede discutir de la presencia justificada o no de cada una de las películas, pero lo cierto es que en Panorama se pudo ver largometrajes de gran solidez como La enfermedad del domingo (Ramón Salazar), Profile (Timur Bekmambetov) o The Silence of Others (Almudena Carracedo & Robert Bahar), que entran dentro de géneros, formatos y aproximaciones autorales completamente distintos. Y en Forum estaban presentes cineastas ya establecidos y prestigiosos como Hong Sang-soo (Grass), Claire Simon (Young Solitude) y Sergei Loznitsa (Victory Day) que no defraudaron aunque no ofrecieran obras destacables. Aunque ese puede ser gran parte del problema en esta ocasión (no sólo propio de aquí sino que se acusa también en otros festivales): la falta de riesgo o sorpresa en las propuestas que presentan directores cuya filmografía es ya de sobra conocida. Algo que uno puede perdonar en óperas primas como Girls Always Happy (Yang Mingming) o Amiko (Yoko Yamanaka), que se pierden en sus propios experimentos pero a las que uno se puede acercar sin prejuicios y permiten descubrir nuevas miradas, momentos y pistas de un potencial por explotar. De eso se trata en gran parte el inmenso alcance de la Berlinale como festival de cine, pero requiere de un esfuerzo adicional al que posiblemente muchos no estén dispuestos.
Al final esto es lo que define para mi cada año la Berlinale: nuevas miradas, descubrimientos de cineastas y el alcance global de las cinematografías que se ven apoyadas en sus secciones sin dejar de lado la importancia del momento político ni del legado histórico y cinematográfico. Felizmente esto incluye este año los debuts en el largometraje de dos talentos españoles como Meritxell Colell (Con el viento) [entrevista] y Diana Toucedo (Trinta lumes) [entrevista], además de una nueva fase en el cine de la carrera artística de la artista argentina Lola Arias (Teatro de guerra) [entrevista] o la exploración de la memoria histórica y la identidad de la búlgara Bojina Panayotova (I See Red People). ¿Qué más da que sus nombres no brillen tanto como los de otros si sus películas dicen mucho más y sus voces son indiscutiblemente más personales y únicas que las de la mayoría? Eso debería ser la labor de todo aquel que se acerca a Berlín cada año y no la de confirmar lo que ya esperaba leyendo los nombres incluidos en un programa del que desconoce mucho más de lo que sabe. Dejemos que el cine sea lo que de valor a la Berlinale y no los titulares que generan su Sección Oficial o su palmarés.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.