Cónclave, la nominadísima película de Edward Berger protagonizada por eminencias del cine como Ralph Fiennes, Stanley Tucci, John Lithgow o Isabella Rossellini, es un título que hace referencia a la reunión de cardenales para determinar la elección de un papa, una palabra que literalmente significa “con llave” (‹cum clave›, en latín) que alude a una antigua leyenda por la cual los italianos, cansados de que los cardenales vivieran en Roma sin llegar a la elección del sumo pontífice fallecido, decidieron encerrarlos “con llave”. El primer caso de turismofobia y una forma muy sencilla y rápida de explicar el argumento de una película desde su propio nombre. Y, aun así, con una historia claramente planteada para sorprender desde el sosiego al espectador durante las 2 horas de metraje en que acompañamos al cardenal Lawrence como responsable de uno de los rituales más secretos y antiguos del mundo, entre conspiraciones y posibles escándalos clericales.
Cónclave, que por momentos recuerda inevitablemente al doble acercamiento de Paolo Sorrentino en The Young Pope y The New Pope, se separa de ambas obras en el momento en que los cardenales son encerrados para elegir al nuevo papa, cuando Edward Berger decide abandonar los elementos más mundanos o pop de ese mundo que convive entre lo viejo y lo no tan viejo para iniciar el thriller. En esos primeros minutos, como ocurría con las series de Sorrentino y también con La gran belleza en sus paseos por Roma, ese desajuste visual, o más bien esa discordancia por contrastes, resulta muy atractiva porque hasta en los rostros y cuerpos imperfectos —por no decir marchitos— de los individuos retratados y sus vestimentas, al mostrarse junto a obras de arte clásicas entre cigarrillos, corrillos en el patio o charlas de pasillo, uno no puede evitar enfrentarse a sentimientos encontrados (y eso que aquí el peso de lo “nuevo” es mínimo, pero la imperfección sigue presente). Lo que uno tiende a encontrarse más a menudo, con cierta mirada irónica según el caso, es la fascinación por las liturgias vaticanas, tratamientos protocolarios, órdenes y otras tradiciones, dignidades, tribulaciones y ambiciones eclesiásticas. La simetría, el anquilosamiento propio de estar ante múltiples situaciones anacrónicas que producen una mezcla entre embeleso y rechazo construyen una película que avanza casi siempre con acierto y con una presencia actoral tan contundente que si me la encontrase ya empezada en la televisión seguramente me pondría a verla. Me recuerda a ese tipo de cine, al menos.
En cualquier caso, Berger no se queda únicamente en el encanto por las tradiciones y en el retrato de un mundo que solo existe allí, en el Vaticano o en la Santa Sede. Además, cuenta con un elemento diferenciador con el que pretende mantenerte en vilo prácticamente toda la película, y con un guion que lo amplifica aprovechando los días que pasan entre la muerte de un papa y la elección de uno nuevo: un misterio que parece plantear la posibilidad de un crimen dentro de la Santa Sede, y al que se suman otros misterios que nuestro protagonista debe resolver. El bueno, denominación que en este caso cuadra a la perfección con la elección de un Ralph Fiennes de cuyo rostro salen 20 sentimientos por segundo y una voz que cuando quiere da miedito, es quien debe averiguar qué hay detrás de los intereses de los cardenales más cercanos al poder.
Es, espiritualmente al menos, un ‹whodunit› acotado en un ‹whovoted› que vendría a sustituir las escenas en las que se apaga la luz y al encenderse uno de los comensales ha sido asesinado por votaciones en las que alguna de las personas votadas es eliminada en beneficio de otras que se reparten el pastel político. Una serie de líos de hábitos en forma de thriller ingenioso y complejo que con frecuencia da una imagen de la iglesia bastante amable (a pesar de los pesares), dado que la perspectiva que obtenemos es la de su protagonista. Sin embargo, en esta “bondad” sorprenden algunas cuestiones que se consideran parte de ella, en especial las que afectan a la fraternidad masculina —como opuesto y a la vez sinónimo de la sororidad— en la iglesia o su descripción ambivalente en la que siempre hay sitio para el perdón (razón por la que muchos la tienen como la religión más chachi).
Pero supongo que es normal. Ya le ocurrió a Sorrentino en su primera obra mencionada. El acercamiento a ese universo se complica en la medida en que se abarca más —temas o cuestiones internas— y a la vez menos —ante la dificultad de encontrar equilibrio para todos—. Su serie, que mostraba a un joven papa lleno de dudas existenciales y con ganas de renovar la iglesia por completo (terminando con todos los casos de pederastia y limpiando el rebaño de sus ovejas negras), evolucionó hacia un cambio de tono y de conflicto que lo llevan de la irreverencia que en Cónclave apenas existe hacia algo más respetuoso con la institución.
Una institución que, en su quietud rutinaria y aburrida, casi siempre genera interés entre el gran público. Y en este caso más, pues el estilo clásico de Berger, que le sirve para alejarse de las comparaciones previas, es ligeramente refrescante y mantiene un tono muy similar a lo largo de toda la película, con un conflicto claro que no deja nunca de evolucionar para ofrecer sorpresas o tensiones que son mantenidas por la fuerte presencia de los actores en encuadres que aprovechan la arquitectura y decoración de los lugares escogidos y una música de Volker Bertelmann que está al nivel del resto. Es así: la película parece más profunda de lo que es y deja algunos cabos un poco sueltos, pero en las pequeñas cosas hay bastantes circunstancias que la elevan en su todo, pues estamos ante 108 señores (con sus correspondientes monjas invisibles y demás trabajadores casi esclavos) que dominan una lengua muerta y aun así se enfrentan a una viva para manipularse entre ellos y elegir un nuevo líder. ¿Qué más se puede pedir?