Cuerpos en marcha y espectadores impasibles
En uno de los capítulos iniciales de She is Conann (Conann), una de las intérpretes femeninas de la protagonista se refiere a sí misma como «un cuerpo en marcha; una espectadora impasible». Curiosamente, las dos últimas películas de Bertrand Mandico, After Blue (2021) y la que aquí nos atañe, presentada esta semana en la sección oficial del Festival de Sitges, bien podrían catalogarse como filmes en constante movimiento —ya sea hacia adelante, hacia atrás o dando vueltas sobre sí mismos— que dejan al espectador en un estado de impasibilidad frente a las imágenes reproducidas, siempre crípticas, inexpugnables y, por qué no, en muchas ocasiones, totalmente absurdas. Pero si After Blue era un mamotreto plagado de un misterio y arbitrariedad dirigidos hacia la nada más absoluta, siendo el conjunto un pastiche de estéticas que agotaba su potencial expresivo y semiótico nada más empezar, en She is Conann, Mandico se reencuentra con sus fetiches y tics autorales para dinamitarlos y erigir un monumento fílmico inabarcable, una obra expansiva, metamórfica y fascinante e irritante a partes iguales. Una película extraordinaria.
De entrada, aunque abordar en términos de relato el cine de Bertrand Mandico parezca una incoherencia, cabe advertir un cierto anclaje narrativo en su tercer largometraje, donde la protagonista, Conann —una radical reinterpretación femenina del personaje creado por Robert. E Howard— rememora sus seis vidas distintas, cada una de ellas interpretada por una actriz diferente. El propio director confesó que uno de los referentes eran las estructuras de algunos títulos de Max Ophüls, a lo que podría añadirse el espíritu fragmentario, anacrónico y de exploración del mito de I’m Not There (Todd Haynes, 2007).
La reconstrucción de la figura mítica es edificada mediante un artificio mucho más complejo que el abuso de tendencias ‹kitsch›, luminosidades aberrantes o diversidad de texturas en la imagen. Mandico evidencia los mecanismos que articulan el relato y su plasmación en imágenes para cuestionar el sentido último de las mismas. Al repasar sus recuerdos junto a Rainer (literalmente, un perro parlante vestido como un fotógrafo bohemio de los sesenta), Conann visualiza sus distintas muertes, perpetradas siempre a manos de su futuro yo. El recuerdo y el mito como forma de representación que subsiste al ser asesinada por su futuro, una nueva reinterpretación de su imagen. En un momento sublime, Conann besa a su futura reencarnación y sus labios se acercan tanto a cámara que la imagen se torna borrosa. ¿Los labios se funden ante la lente o es la cámara la que cae irresistiblemente a los labios?
Los registros formales dominados por Mandico permiten a She is Conann evolucionar junto a su protagonista: diversidad de recursos visuales y de montaje, la constante variabilidad de la puesta en escena —de una materialidad fascinante en decorados y efectos especiales, como si se tratara de cine silente— el brillante trabajo alrededor de la violencia, la sensualidad o la ternura del cuerpo de sus actrices. Es un filme, repetimos, en movimiento permanente, cambiante en cada uno de sus pasajes y, aunque se intuya una amalgama de influencias formales, es completamente libre y único.