La famosa frase de Albert Camus «Todo lo que sé de los hombres lo aprendí en el fútbol», mal que a algunos nos pese, parece servir de tabla rasa a varias generaciones que buscan en el balompié una especie de filosofía o de guía vital para desenvolverse en el día a día.
En cualquier caso, es innegable que moverse en el tapete verde buscando el balón es el sueño de muchas personas, niños que crecen atosigados por el torrente de información poco deportivo y a veces solo pseudofutbolística que arrojan los tabloides. Y es cierto que en algunos lugares el fútbol es esa vía de escape que permite acceder a un estilo de vida superior. Es cierto que en el deporte en su forma más pura prima la meritocracia, que permite que el talento y el trabajo se premien.
Con ese backcourt comienza Como un león, la última obra de Samuel Collardey, una película sobre un adolescente senegalés que sueña con jugar al fútbol. En el pequeño pueblo dónde vive, los niños prácticamente viven pendientes de este deporte y están esperando un trampolín para, gracias a su habilidad, conseguir ir a jugar a los grandes clubes europeos.
El primer gran acierto de Collardey consiste en tomar muy bien el pulso a estas sociedades africanas. Representa fielmente el carácter de estas comunidades, las instituciones (no oficiales) que las rigen, y la psicología por la que se mueven sus habitantes.
Finalmente, gracias a un ojeador que es el primer símbolo de la muestra de la corrupción en el fútbol, de la que se verán diversas muestras a lo largo de la película, previo pago de una importante cantidad de dinero y con las promesas de recuperar la inversión, el protagonista se embarca hacia Francia junto a otras cuatro jóvenes promesas. Al llegar al país galo los chicos se encuentran con una desconfianza patente hacia los inmigrantes de color. La realidad, que pintaba tan bien en Senegal, les da un golpe. Para agravar el conflicto el protagonista, Mitri, y otro chico son menores de edad, por lo que no pueden realizar las pruebas para fichar por los equipos.
Al final, y gracias a los pocos escrúpulos del representante que mueve a estos chicos en Francia, Mitri acaba solo y sin nada. Afortunadamente, consigue dar con algunos paisanos suyos que en seguida le acogen y le ayudan a buscar una solución (De nuevo gran acierto de Collardey al demostrar que estas comunidades de las que hablaba antes van más allá de los territorios)
Gracias a la legislación, Mitri puede quedarse, pero necesita buscar el modo de seguir jugando al fútbol, que es su pasión. Además, tiene el problema de que no puede ni enviar el dinero prometido a casa ni volver con el rabo entre las piernas. Por suerte, conocerá a un entrenador un hastiado Marc Barbé, que se convertirá a regañadientes en una especie de mentor suyo para volver al arte del balón.
La película es correcta, entretenida. Tiene aciertos, no se complica, pero le falta brillantez. La incidencia sobre la dureza de la inmigración se insinúa, pero apenas se muestra más allá de algunas muestras de racismo, a diferencia de otras películas como The Visitor o La jaula de oro. Tampoco los amantes del fútbol se encontrarán con una película para ellos, pues el juego es utilizado como un medio y no como un fin, y, de hecho, las escenas futbolísticas son poco realistas. Aunque el gran fallo estriba en el personaje de Barbé, cuya historia solo se muestra en parte. De hecho, las relaciones y la aparición de algunos de los secundarios están muy poco claras, y de ahí se podría sacar mucho más juego. En cualquier caso, sirve para pasar el rato, y a nivel de tomar el pulso social y, sobre todo, por las escenas en las que se muestra el modo de ser de los africanos, resulta interesante de ver.