En la filmografía de Miranda July se detecta un profundo sentido de extrañeza hacia el mundo inherente a sus imágenes e historias. Una extrañeza que se extiende también a la forma de entender las relaciones entre los seres humanos y hacia nosotros mismos, en general perdidos, patéticos y contradictorios. En Kajillionaire (2020) la ausencia de la directora como intérprete podría anunciar a priori cierta renuncia a la personalidad autoral, que invadía explícitamente sus anteriores películas a través de su peculiar voz y expresión física tan características. Algo que pronto se encarga la presentación de los personajes principales de la cinta en desmentir. Robert (Richard Jenkins), Theresa (Debra Winger) y su hija Old Dolio (Evan Rachel Wood) son los Dyne. Aparecen en una parada de autobús próxima a una oficina de correos en la que ejecutan su estrambótica rutina para robar envíos de los apartados postales.
Lejos de ser algo aislado, recorremos la ciudad acompañándoles en sus trapicheos para obtener dinero o bienes equivalentes de todas las formas imaginables. Rápidamente se percibe una dinámica entre ellos que poco tiene que ver con la esperable entre unos padres y su hija de 26 años: la tratan de forma distante, impersonal y como si fuera una extraña con la que conviven circunstancialmente, con la que comparten simplemente un objetivo común de supervivencia material en los márgenes del sistema. Los grandes angulares en planos generales con la búsqueda de simetría en su composición crean una perspectiva irónica de un universo urbano en supuesto equilibrio, pero que cuando se cierra el plano sobre los individuos desvela sus múltiples imperfecciones.
La protagonista Old Dolio está construida por Evan Rachel Wood desde una tensión corporal constante en escena, una voz engolada cuyo artificio parece encaminado a intensificar la percepción áspera de su carácter y la incomodidad física y emocional continua de quien posee carencias afectivas y de comunicación hacia los demás. Los Dyne se mueven fuera de las convenciones sociales, evitando el rastro burocrático y el control del gobierno de sus movimientos mientras ejecutan sus planes, de los que participan y reparten beneficios cooperativamente —con un discurso político muy al estilo de las corrientes anarcocapitalistas conspiranoicas contemporáneas, pero que se podría enlazar a través de la sátira con otros aspectos de la contracultura estadounidense que surgieron en los años sesenta en California—.
Al ejecutar una estafa a los seguros de viaje conocen a Melanie (Gina Rodríguez) y el frágil equilibrio de su asociación interesada comienza a desmoronarse. Old Dolio proyecta sus carencias en el vínculo que sus padres construyen con ella, que resulta extrovertida, desinhibida sexualmente y resuelta en el trato social. Con Melanie también se nos introduce en la dimensión social del relato, que pasa de una deconstrucción de la familia tradicional y crítica de su rol en la sociedad de consumo a explorar la soledad, el individualismo y la necesidad de comunicación cuando visitan a ancianos con intención de robarles para pagar la renta de una inhóspita oficina vacía al lado de un lavadero de coches que utilizan como casa. El tratamiento de los espacios de las casas que visitan y su simulacro de familia contrasta con la suya propia, de aspecto impersonal y frío.
La fragilidad de esta idea de hogar se explicita con el ritual para recoger la espuma que se filtra por el techo del negocio adyacente. La distancia que mantiene Melanie con su madre se puede deducir por sus charlas mediatizadas por la pantalla del móvil. Una distancia que con el personaje de Evan Rachel Wood se va estrechando según avanza el metraje, según desentraña su máscara protectora, sus carencias y deseos. Como el taller al que acude Old Dolio sobre crianza y educación de los hijos le descubre a esta lo que echa en falta en su vida y nunca ha tenido. El amor por la vida de la primera choca con la alienación total y falta de lazos con el mundo de la protagonista, dispuesta a afrontar el gran terremoto de Los Angeles que acabe con el cataclismo que se lleve a toda la vida sobre la Tierra como algo inevitable, como algo que permite pasar de puntillas y afrontar su penosa existencia sin pedirle más que subsistir —pensando única y exclusivamente en el dinero, cómo conseguirlo y en qué gastarlo—. Esta es la única forma que conoce de construir una conexión con otro, que en su caso llega a la dependencia autodestructiva.
El juego de Miranda July con el tono tragicómico de su narrativa —como siempre con un manejo extraordinario de lo irónico a través del montaje y un humor absurdo— se subraya con la música de la banda sonora de Emile Mosseri, que crea una atmósfera entre lo lúdico y melodramático y provee de una intimidad muy conmovedora en momentos clave de la película, casi como una melodía que arrulla al personaje central. La oscuridad y tristeza subyacente a la narración sirve para describir con ternura a un personaje que parece condenado a aceptar la anhedonia como estado permanente en un mundo que ofrece plenitud de placeres, grandes y pequeños, que no ha experimentado. Old Dolio no sabe verbalizarlo, pero inconscientemente su afición a escuchar en bucle la música de espera de un número de teléfono revela su secreta esperanza de que alguien en algún momento responda a la llamada y satisfaga el anhelo de conectar con otra persona. Un lazo emocional y físico imprescindible para darle sentido al transcurso del tiempo y a nuestra propia existencia.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.