Rosa trabaja para una empresa multinacional de sanitarios. Escribe textos publicitarios, folletos técnicos y se integra en el equipo que lleva la imagen de marca de la grifería, lavabos u otros productos afines. También escribe obras de teatro en su escaso tiempo libre. Eso bastaría para describir a Rosa pero como muchas mujeres de la misma generación, nacidas en los años setenta, está casada con Dado, un esposo ecologista e investigador en el Amazonas pero ausente del hogar por sus continuos viajes, con un trabajo que apenas aporta sustento a una familia que completan dos hijas preadolescentes. Una casa por la que deambulan pidiendo ayuda económica Homero, el padre sexagenario, además de ser un artista sin fortuna. O Caru —la hermanastra veinteañera— que tampoco parece muy dispuesta a echar una mano en las labores domésticas. A punto de cumplir los cuarenta años, ya va siendo la ocasión de vivirlos para la protagonista.
Más allá de la reivindicación feminista, el cuarto largometraje dirigido por Laís Bodanzky se presenta como un drama costumbrista, enfocado en el entorno personal y afectivo de Rosa, personaje interpretado con solvencia y naturalidad por Maria Ribeiro, una integridad a la que ayuda su fotogenia y simpatía. La actriz conecta por el personaje descrito en el guión de Luiz Bolognesi desde los diálogos, situaciones y gestualidad de la protagonista. Pero esa conexión se dispara en compenetración con la realizadora brasileña, provocando la sensación por instantes de ser un alter ego de aquella. Pero al contrario de otros cineastas que recurren a vivencias propias o narradas para contar sus batallas, directores famosos que no es necesario mencionar, Laís Bodanzky se entrega a la historia que narra en secuencias extensas, medidas, planificadas con mimo y concordancias visuales. No descuida el fondo impoluto, nítido, ajustado al texto, pero pleno en soluciones visuales que no desvían el interés sobre la trama.
El guión no registra innovaciones acerca de las relaciones —materno o paterno filiales—. Tampoco de las crisis derivadas por la edad o la convivencia en pareja. Mucho menos en los escarceos amorosos fuera del matrimonio. Sin embargo existe una mirada que dinamita la tragedia desde la primera secuencia. Durante una comida con Clarice —la rotunda madre de Rosa—, también con su marido Dado, el hermano y la cuñada, además de hijos y sobrinos, el ambiente se acalora por los reproches injustos de la madre, mientras que apoya las conductas infantiles, incluso machistas del hijo y del yerno. Una cosa lleva a otra, hasta que se produce una revelación que impacta a la protagonista. El tono dramático —aunque suave— de la cinta se transforma entonces en el de una comedia, sin secuencias cómicas pero con una mirada agridulce que presidirá el resto del metraje. La positividad, tratada sin un entusiasmo forzado. Junto al respeto por unos personajes que no son vistos como seres unidimensionales.
La salida del cascarón de Rosa está contada como los versos de una canción, una estrofa tras otra, mediada por el estribillo que ordena los giros vitales de la mujer. En concreto por la canción de Belchior, un cantante y compositor ya desaparecido, autor de Como nossos país, un tema de la música popular brasileña que comienza a sottovoce, crece poco a poco en ritmo, dobla su volumen, llega a un tempo medio y retumba sin contención con la voz de Elis Regina. Unos acordes que interpreta al piano Clarice en dos secuencias divididas por distintos tiempos cronológicos, en montaje alterno, que dan sentido a toda una vida.
La planificación de la cineasta demuestra oficio, pero sobre todo seguridad en la posición que sitúa la cámara, sean visiones generales de grupo o planos y contraplanos cercanos. La narración avanza sin más repeticiones que los encuadres rodados desde el pasillo de la casa, con el tabique que separa el dormitorio de las hijas y el de los padres. Unas reiteraciones visuales que cobran sentido por la diferencia de tratamiento en el punto de vista, de una a la otra.
Para contrarrestar el exceso de testosterona y anabolizantes predominante de la cartelera, se agradece que surjan estrenos de una cinematografía muy olvidada en las salas o programas televisivos sobre cine, como es la brasileña. Una alternativa que se ve con una sonrisa y aguanta en la memoria por la facilidad aparente de su reparto, la cercanía de unas vivencias que resultan cotidianas, creíbles, milagrosas en la inspiración del equilibrio musical proveniente de la bossa nova o de otros cantautores cariocas, sabios vitales que conocen el filo cortante que separa la risa del llanto.