El cine siempre es vibrante. Hasta la película más metódica y sosaina consigue despertar un interés fagocitario entre los amantes del séptimo arte hasta convertirse en un revulsivo del día a día. Lo que no consigue siempre el cine es sorprenderte. Las infinitas posibilidades que ofrecen sus historias y/o montajes parecen estar ya muy manidas, y cuanto más cine ves, más complicado es dejarse llevar sin poner algo de nuestra parte. «Rock’n roll is dead» y esas cosas. Así que vamos con la gran afirmación: Come to Daddy me ha sorprendido gratamente. Teniendo en cuenta además que lo que nos ofrece Ant Timpson es un debut, y que no ha utilizado la plausible opción de la ‹coming of age› —obviando la falta de madurez de algunos de los presentes—, Come to Daddy es un ‹win-win› absoluto. Es que me lo he pasado muy bien con la película, y no quería limitarme a los objetivismos varios.
Norval es un ser estandarizado. Podría pasar por hijo ilegítimo de Robert Smith (ya saben, el cantante de The Cure), bajo un filtro ‹millennial› mal entendido. Un corte de pelo rancio a la vez que moderno, ropa tan holgada como incómoda y unas uñas negro azabache carentes de todo brillo, ese que sí parece surgir de su carísimo teléfono móvil. El caso es que Norval tiene otro padre, uno que envía planos imposibles para llegar a su lado, y Norval no duda en viajar en autobús a conocerlo. Y ese encuentro, equivaldrá a esos mil géneros mutantes que velan por nuestro divertimento ilustrado.
Si la extravagancia normalizada parece definir a Norval, quien abre la puerta no podía ser menos pintoresco. Es aquí donde comienza el periplo por un juego de relatos inacabados y silencios corruptos, incómodos y excesivamente prolongados que nos sirven para empatizar… con nosotros mismos, la película sólo la queremos para cotillear. Nos enfrentamos en Come to Daddy a una amalgama de personalidades que irremediablemente no terminan de empastar entre ellas, una lucha de pequeños egos que se retuercen ante la mirada del otro, dejando siempre a Norval desarmado.
Ese es nuestro faro de guía: la mirada atónita de Norval. O la amable. O la ausencia de ojos de pasa en su cara. Viva Norval. Supongo que ayuda a todo esto la mirada limpia de Elijah Wood, siempre dispuesto a abrazarse a cualquier personaje excéntrico que se le ponga por delante.
Tú serás mi padre. Además de la ofensiva paternofilial, la película va virando en distintos sentidos para amoldarse a las nuevas situaciones que se presentan, pero se mantiene siempre sobre un mismo eje. Norval necesita comprender a papá, comprender su ausencia, en definitiva conocer a papá de una vez por todas. Y parece plausible entonces que todo se tome como mensajes encriptados, como alzamientos misteriosos, como encuentros esotéricos, aunque la verdad sea un tanto más práctica —e igualmente alucinante—, consiguiendo incluso que los años de terapia que al parecer ha regentado el joven se vayan a la basura en apenas un par de días. El efecto peonza, entonces, no nos distrae del mensaje original: los héroes siempre permanecen para un niño. Y hay niños que nunca abandonan esa condición.
Come to Daddy tiene tanto de ingeniosa como de tramposa, eso es cierto, pero no le resta valor al divertimento que nos ofrece. Además parece que Ant Timpson es de los que se deleita con los detalles, de los que busca con su cámara un objeto fatídico y se recrea filmándolo desde cualquier perspectiva, ya no tanto por demostrar su importancia en el relato, sino porque ahí donde lo ha dispuesto queda perfecto, y quiere compartirlo con nosotros. Y eso a unos cuantos nos apasiona. Ya lo dije al inicio, desde el minimalista enfrentamiento dialéctico padre-hijo a la explosión doblegada al sinsentido de sus últimos compases, Come to Daddy tiene carisma y ritmo, y además me ha sorprendido.
No tiene nada que ver que mi más platónico amor del cine ‹indie›, Martin Donovan, salga en la película, ¿eh?