Lo primero que es menester señalar de la última propuesta del realizador polaco es que mantiene un estilo visual prácticamente idéntico al de su anterior filme, Ida (2013), tal vez porque con esta pieza pareció encontrar definitivamente una voz propia que, no en vano, cosechó el aplauso de la crítica, hasta coronar su éxito mediante el Oscar a la mejor película extranjera en la ceremonia del año 2015. O tal vez es porque, a diferencia de los otros dos largometrajes que hicieron saltar el nombre del autor a la palestra —Mi verano de amor (2004) y La mujer del quinto (2011)—, rodados en inglés, con reparto internacional y con argumento de thriller psicológico, Cold War es una película eminentemente polaca, con protagonistas polacos y centrada en un periodo concreto de la historia polaca, entre cuyos temas, además, hay una denuncia de la situación polaca bajo el régimen soviético. Es decir, exactamente igual que acontecía con Ida; lo que no significa, empero, que se limite a ser una mera reformulación de dicha cinta.
Más bien se podría decir, según lo expuesto, que con Cold War Paweł Pawlikowski nos sumerge en un microcosmos humano que forma parte de la misma realidad que la retratada en Ida, lo que hace de ambas una especie de díptico lírico sobre la Polonia comunista. De nuevo, por tanto, asistimos al empleo de una estilizada fotografía en blanco y negro, a cargo otra vez de Lukasz Zal, e igualmente se trata de una narración organizada sobre una concepción pictórica de los planos, con lo que cada uno de ellos está tan cargado de significado propio que atesora la potencialidad de devenir una estampa emblemática del contexto reflejado. No es casualidad, en este sentido, que Pawlikowski se declare admirador de la obra de Henri Cartier-Bresson, o que en sus inicios se dedicara al cine documental. Como si trasladase esa fascinación por los significantes silentes de la fotografía y de su capacidad de revelación, el director de Varsovia se delecta en el estatismo de los encuadres, en la expresividad de los rostros y en la fisicidad de los espacios, los objetos y los gestos (inevitable no pensar aquí en dos maestros del cine “espiritual”: Carl T. Dreyer y Robert Bresson). Citemos, como ejemplo esclarecedor, la escena en la que Wiktor (Tomasz Kot) e Irena (Agata Kulesza) contemplan con porte lacónico el entusiasmo ajeno, mostrado éste sobre el amplio espejo en el que ambos se apoyan, lo que produce una dislocación del punto de vista del espectador, dado que la superficie reflejante rebasa el límite del encuadre, por lo que, por unos instantes, resulta difícil saber si ellos le dan la espalda o la cara al bullicio del que se mantienen ajenos.
Semejante búsqueda de la significación en el interior de cada plano le da una estructura acumulativa y fragmentaria al desarrollo global del relato, haciéndose eco de la condición azarosa de la existencia —o como los individuos somos simples peleles dentro de las mareas históricas— y propicia que Cold War sea una película que, a pesar de contar con una trama muy emotiva y cercana, evite caer en la sensiblería y el melodramatismo. A ello también ayuda una planificación del montaje en la que las elipsis y el fuera de campo tienen un papel esencial. Gracias al elegante pulso de Pawlikowski, que sabe mostrar la belleza en los lugares más insospechados, pero que también se abstiene de convertir la injusticia o el sufrimiento en un espectáculo esteticista, la historia de amor imposible de Wiktor y Zula (Joanna Kulig) cala lentamente, con la delicadeza de un tema de jazz melancólico.
No en vano, la música juega un papel capital en la cinta. Desde su misma secuencia de abertura, recoge una canción popular polaca en cuya letra ya se presagia la dificultad que entraña el sentimiento amoroso. Y lo hace, además, con todos los intérpretes mirando directamente a cámara, de forma que el director viola una de las convenciones del cine ficcional para invocar de tú a tú al público desde el primer minuto. Asimismo, es la música lo que pone en contacto a los protagonistas, y también devendrá su medio de vida: él, como pianista de jazz; ella, como cantante. Además, la canción rusa que interpreta Zula, extraída de un filme contemporáneo, marca tanto su momento de máxima esperanza como de máxima desesperación. Y cuando suene el Rock Around the Clock de Bill Haley, la protagonista desahogará su frustración a ritmo de baile, en una secuencia magnífica, en la que la cámara la sigue estrechamente, intensificando la velocidad de sus movimientos para emular la velocidad, y el paroxismo, de su baile.
Por otro lado, dado que el argumento se desarrolla a lo largo de la década que va desde finales de los años 40 hasta finales de los 50 del siglo XX, y en espacios tan diferentes como París, Berlín, Yugoslavia o la Polonia rural, su discurso cuenta con una textura visual y una densidad atmosférica en las que resuenan tanto técnicas del ‹cinéma vérité› como una exagerada artificiosidad, evocando así a los clásicos más o menos contemporáneos al momento en el que se ambienta Cold War, desde Ascensor para el cadalso (1958) de Louis Malle, Sombras (1958) de John Cassavetes o Hiroshima, mon amour (1959) de Alain Resnais hasta El eclipse (1962) de Michelangelo Antonioni, pasando por Cleo, de 5 a 7 (1961) de Agnès Varda.
En última instancia, la expresión que da título a la cinta, en realidad no se refiere en exclusiva a las coordenadas históricas en las que tiene lugar la acción; ni tampoco a las consecuencias que esa guerra aparentemente inexistente tuvo sobre quienes la padecieron de manera directa, sino también al inevitable confrontamiento que conlleva vincular la felicidad propia a la de otro ser humano. Y es que si algo queda claro a medida que avanza la intriga es que Wiktor y Zula no pueden ser más opuestos por origen, por edad, por cultura, por aspecto, por intereses. Y sin embargo les une la atracción, y el amor, y la música, y la fe. De ahí que la imagen dos veces repetida de la iglesia derruida, con su cúpula circular abierta al cielo y con unos ojos que “miran” desde una de sus paredes (el único vestigio conservado de sus pinturas murales), sea una metáfora de los inextricables designios divinos, lo que le da un hálito de predestinación al exaltado romance de la pareja, como si esa emoción fuera el único oasis —a veces, tan quimérico como un espejismo— donde refugiarse en el desierto humano en el que viven, tanto a un lado del Telón de Acero como del otro. De alguna manera, la temática de la obra, incluso su desarrollo argumental, podría resumirse en este poema de Miguel Hernández:
«Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes. »
A la vez espiritual y sensual, como una pintura prerrafaelita o un icono gótico, solo que despojada de la “distracción cromática” del color, lo que esencializa más, si cabe, sus imágenes, que por momentos rozan la abstracción, Cold War es una película poética y bellísima, y demuestra que, como sucede con la lírica tradicional, un buen tema –en este caso, la sempiterna historia de amor entre un hombre y una mujer– nunca dejará de funcionar si se sabe interpretar con honestidad, delicadeza, sensibilidad y buen gusto.