Si algo hay que reconocerle a la ópera prima de James Ward Byrkit es que esta no pertenece a ningún colectivo (ni genérico ni estilístico) determinado (al menos mayoritariamente conocido): se trata, casi en toda regla, de un descubrimiento. Es, además, un film que se atreve a desplegar toda una serie de cánones claramente identificables (estamos ante la clásica reunión de amigos que acabará convirtiéndose en un ajuste de cuentas emocionales) para convertirse de repente en el escenario de una aventura imprevisible. Y lo más sorprendente es que este planteamiento dramático inicial jamás desaparecerá del todo, sino que se convertirá en un ingrediente más de la trama. Como si de repente, en una de estas típicas películas en que un grupo de amigos se ve obligado a una ácida re-lectura de sus relaciones debido a hechos pretéritos, apareciera un nuevo elemento que hiciera imposible restablecer la paz. Digamos que se trata de un cruce de estilos entre el drama y la ciencia-ficción, estilos que se retroalimentan interviniendo inesperadamente el uno en el otro, dando como resultado un género nunca visto hasta la fecha.
De hecho, cabe decir que el debutante director James Ward Byrkit logra establecer un equilibrio admirable entre los dos géneros predominantes, construyendo una curiosa relación causa-efecto con un hilo conductor que salta de un género al otro. Me explico (o al menos lo intento). Pongamos que nos encontramos ante hechos “incoherentes” que afectan directamente al “espacio-tiempo” en que habitan los protagonistas (para entendernos, hechos que desembocan en la teoría del multi-universo). Estos hechos repercuten directamente en las relaciones que tienen entre sí los personajes principales. Estos personajes, al mismo tiempo, reaccionan con acciones que repercutirán en los mencionados hechos incoherentes… Vamos, un rompecabezas jodidamente complejo. Y es en la bien orquestada distribución de las piezas de este rompecabezas en donde Byrkit demuestra su talento, logrando no perder el norte en ningún momento. En pocas palabras, es sorprendente la facilidad con que el joven director desarrolla su filigrana.
El problema está en que, una vez planteada la “gracieta” (algo que, por otro lado, no se dará hasta que prácticamente nos encontremos ante el desenlace de la cinta), el director parece quedarse sin armas. De repente resulta que ni el experimento espacio-temporal posee fuerza suficiente para hacernos olvidar la trama dramática ni esta última contiene suficiente interés como para hacernos olvidar la lección de física cuántica iniciada. En este punto, es como si la película quedara suspendida en el aire, incapaz de encontrar el modo de aunar todos los caminos descubiertos. Ahí es donde al espectador le invade la sensación de que James Ward Byrkit ha quedado atrapado en su propio laberinto… algo que, por otra parte, podría ser intencionado. En todo caso, es inevitable tener cierta sensación ya no de redundancia, sino más bien de atasco, de no hallar una resolución convincente para todo lo expuesto. Aún así, siempre queda pensar que tal vez esta no exista, pues solamente el planteamiento argumental de Coherence contiene ya la fuerza suficiente como para hacernos reflexionar largo y tendido.