El californiano Mike Mills abrió la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Gijón con C’mon C’mon, un último trabajo que llega protagonizado por un Joaquin Phoenix cuyo rostro se pasea con asiduidad por el indie norteamericano pero que precisamente llega al cine de Mills tras uno de sus más exitosos trabajos con la gran industria, el Joker de Todd Phillips. Que haya sido Gijón la encargada de estrenar la película en nuestro país no es nada raro tratándose de una obra de Mills, viejo conocido del festival, donde compitió en la edición del año 2005 con su laureada Thumbsucker, en un año donde Joaquin Phoenix fue la estrella de la inauguración del certamen, en aquel caso con En la cuerda floja de James Mangold. Para su última película, Mills dice basarse en una experiencia auto-biográfica, presentándonos a Johnny, un productor radiofónico (Phoenix), quien se embarca en un proyecto apasionante: la realización de un puñado de entrevistas a una serie de niños, centrando las conversaciones en sus previsiones de futuro; en un mundo cada vez más complejo y gris, la premisa con la que el cineasta juega traza esas esperanzas del mañana canalizadas por la ingenuidad de la comunidad infantil. Para Johnny el proyecto tendrá un grado más alto de compromiso, coincidiendo con el encargo que le hace su hermana; el cuidado de su sobrino Jesse (un especialmente acertado Woody Norman), donde el calado emotivo de las reflexiones que su micro captará establecerá una convergencia con la valoración emocional de su pasado y presente, todo al mismo tiempo que juntos recorren varias ciudades del país.
Narrada de una manera delicada y casi engatusándose de la estructura propia de las ‹road movies›, C’mon C’mon tiene una especial cadencia en su evolución donde el discurso es el principal detonante de la historia. La palabra como nexo de unión generacional en una cinta donde se traza una progreso personal de diferentes emotividades, conceptos y alegatos. Se establecen así dos focos de resonancia, el reducto familiar formado por Johnny, su hermana y el joven Jesse, del que paulatinamente se nos irán trazando más datos, junto al discurso de perspectiva venido de las consecuentes entrevistas; dos núcleos que en el subtexto de la película dialogarán constantemente y tendrán su eco en la relación formada por tío y sobrino, radicando ahí gran parte del encanto de la cinta. Dos intérpretes en estado de gracia (en el caso de Phoenix, ya no sorprende su dominio en muy diferentes registros), cuya química en pantalla no sólo potencia el discurso emocional de la película, sino que la dota de una sensación de genuina sinceridad. Mills utiliza el blanco y negro como forma de añadir una íntima fraternidad, un sentido estético a su trabajo de investigación psicológica. En ella es donde se permite una sumisión de ambos protagonistas para establecer una separación contextual, que se acabará uniendo en base a una concatenación de secuencias y momentos de un drama familiar que rebusca hasta el fondo para encontrar una luz de esperanza, radicada en dos personajes capaces de una empática mutabilidad afectiva.
Uno de los factores que más pueden sorprender de C’mon C’mon es que su aparente sencillez y agilidad narrativa esconde una trabajada profundidad dramática, donde no será difícil encontrar uno de los tics propios de su director: la concepción de un puñado de escenas que tan sólo en apariencia pudieran ser circunstanciales: en este caso, todas las secuencias que trabajan la interacción entre Johnny y Jesse, plagada de momentos de cotidianidad y que de manera evolutiva crean un vínculo que, paradójicamente, sembrará de cierta evidencia la separación familiar vivida en el pasado por el adulto protagonista. No obstante, cada uno de esos momentos gozan de un elemento unificador como son las entrevistas que escucharemos a lo largo de la narración (incluso en los títulos de créditos finales); un puñado de reflexiones, esperanzas, anhelos y miedos, utilizados para enfatizar el mensaje positivo del film, al que se hace alusión al título, y que tendrá cierto protagonismo en algunos de los últimos vestigios de una aventura que supone para los dos protagonistas un emocionante alto en el camino de la cotidianidad. Si bien es cierto que a la película se le pudiera achacar cierta dispersión formal, quizá justificada en la posible intención de Mills de evitar las carambolas dramáticas de fácil recurso, C’mon C’mon es un ejercicio cinematográfico afín a unos propósitos terapéuticos cuyos resultados se ven en pantalla de una manera satisfactoria.