En apenas dos escenas Kantemir Balagov expone el arco central de su debut: tradición —encarnada en la primera secuencia donde Ila, la protagonista, quiere seguir los pasos de su padre aún y disponiendo de alternativas— y familia —Ila y su hermano comparten cigarrillos y conversan a escondidas— se emplazan para situarnos en un contexto concreto, el de un lugar escindido mediante credos y religión, expuesto a un absurdo choque cultural que se produce en apenas un palmo de tierra. Aquello que, sin embargo, parece cimentar los fundamentos de una familia —esa creencia, alimentada por las figuras paterna y materna— enfrenta frontalmente una situación extraña, que no solamente se refleja en la pérdida más próxima —una ciertamente cercana separación por parte del hermano—, también lo hace a través de la colisión entre linajes y ascendencias que se da cita en un paraje apocado a la sinrazón. Pero no se fija esa colisión únicamente en dos acontecimientos aislados —como son la relación que sostiene Ila o, más tarde, el secuestro de su hermano—, sino en una palpable maraña de inquietudes y motivos que no se acogen sino a esos argumentos culturales que sacuden, vez tras otra, un núcleo familiar cuya estructura se antojaría común bajo cualquier otra condición. La autonomía de Ila se topa así con un dogma materno que aplaca su padre y encuentra un resquicio de luz gracias a la figura de un hermano que parece ser —entre tantas otras— una vía de escape idónea. No quedan, pese a todo ello, lindes que definan el trayecto de Ila; es así como se establece una huida tanto a través del propio discernir como de un ambiente indómito —ese hallado fuera de su hogar, en las escapadas con su novio— que encaja a la perfección con el carácter de la protagonista.
Darya Zhovner compone un personaje fuerte que más allá de chocar con cualquier tipo de credo o pauta, encuentra en su independencia una de esas vías para constatar su naturaleza: ya sea en un garito defendiendo esa ascendencia que precisamente cohíbe su voluntad, o echando un polvo en una habitación como modo de rebelar una condición que no es esclava ni de su propio mundo. Si el cineasta ruso construye un protagónico duro, rocoso, la intérprete dibuja con ímpetu brutal cada uno de los momentos de un arco dramático que no por hallarnos ante un sujeto con personalidad, deja de lado el anverso más afectivo y humano, comprendido ante figuras cercanas como las de su hermano, su padre o su pareja.
Kantemir Balagov sabe hallar en estas situaciones un pulso concreto, modulando en su obra el aliento necesario para lidiar con un ambiente en ocasiones irrespirable, definido en el eje articular de Closeness. Abastecido mediante un formato —los 4:3 que la cimientan— y un estilo —sustentado por una cámara en mano que se adhiere a sus personajes y no se separa de ellos— que otorgan solidez tanto a su discurso como a un apartado —el interpretativo— que adquiere una relevancia capital, el cineasta encuentra un reflejo más allá del mero contexto, y es capaz de concretar en lo visual algunas de sus disertaciones más interesantes. Así, tanto la gestualidad como el cromatismo —evidenciado en esa secuencia del baile o en el último acto, en esa estampa donde vemos a Ila y su madre desde la ventanilla del coche— aportan a Closeness aquello que su fondo no dibuja con tanta certeza.
Cruda, intensa y bella, la ópera prima de Balagov se aferra a un libro de estilo personal —que se ha llegado a asociar con los Dardenne, pero encuentra una correspondencia distinta lejos de lo formal— y nos atrapa con un relato del que resulta tan difícil despegarse como encontrar una distancia ya no por los temas propuestos, también por una senda emocional que gracias a la portentosa presencia de Zhovner se antoja más probable alcanzar. Entre «tribus» —como despectivamente las denomina Ila— y disputas cuya condición se difumina a través de un entorno viciado, Closeness logra ir más allá de la manifiesta crítica, emergiendo como una pequeña gema que se aleja de su circunstancia haciendo brotar un sentimiento reflejado con una sencillez tan grande que asusta.
Larga vida a la nueva carne.