Recientemente, la cineasta peruana Claudia Llosa, y uno de esos (grandes) pequeños descubrimientos del cine sudamericano en los últimos años, confirmaba en una entrevista que en su nuevo trabajo, No llores, vuela, buscaba desprenderse de la condición con que había concebido sus anteriores films, tanto Madeinusa como La teta asustada, y liberar en cierto modo su cine, no milimetrarlo tanto como lo hizo con las dos películas que rodó en Perú y que, a la postre, le otorgarían tanto galardones como un reconocimiento internacional más que patente.
Quizá ese sea el motivo que ha empujado a Claudia Llosa a indagar en los engranajes de su cine desprendiéndose así de algunos de los anclajes de sus obras predecesoras, y es que el hecho de trabajar por primera vez con intérpretes internacionales, además de con un mayor apoyo ha podido ser el motivo que le ha llevado a apostar por un cine distinto del que venía realizando hasta ahora, a —por decirlo de algún modo— arriesgar y experimentar con aquello que las constantes de su obra le permiten.
Esa forma de milimetrar cada acción y situación, no obstante, también podría ser fruto de un indivisible ligazón de su obra en esas dos primeras propuestas con las raíces culturales de una tierra donde sus personajes siempre se han encontrado atenazados en algún sentido, ya sea por razones etnológicas o sencillamente internas, pero siempre anexionadas de un modo u otro a creencias o incluso supersticiones del propio ámbito donde se desarrollan sus relatos. Punto de partida, este, de su segundo largometraje, La teta asustada, film ganador del Oso de Oro y el FIPRESCI en la Berlinale que a la postre sería nominado como Mejor película de habla no inglesa en los Oscar.
Así es como arranca la historia de Fausta, una muchacha que padece una enfermedad llamada “La teta asustada”, un síntoma estrechamente ligado a ese folclore del que hablaba —de hecho, se cree que esa enfermedad se contrae a través de la leche materna, cuando una madre ha sido maltratada o violada antes de amamantar a su hija— y que en el caso de la protagonista se verá agravado precisamente con la muerte de su progenitora, Perpetua, que se comunica con Fausta en su lecho de muerte con una última canción —sobre, precisamente, el crimen que cometieron contra ella—, y será causa y consecuencia a través de su defunción del rumbo que tomará a partir de entonces la joven quechua.
La desafección que siente Fausta para con el género masculino, se verá refrendada cuando su médico descubra una patata en su vagina, método primordial para evitar de ese modo cualquier agresión sexual como las que sufrió Perpetua, y principal indicio de que el camino a recorrer a partir de ese instante mantendrá una estrecha relación con ese miedo y cicatrices que pueblan el universo de la protagonista. Todo ello queda reforzado desde la dirección con una sutileza y sensibilidad que Llosa imprime tanto en el personaje como en las relaciones con su entorno, y que además demuestra una tenacidad insólita en sus imágenes; no sólo el carácter que imprime la cineasta peruana desvela esos temores y los afianza a través de cada gesto, además hace lo propio con la gran interpretación de una Magaly Solier que, sin el modo en como mide cada plano la autora de Madeinusa, perdería un valioso aliado.
Del mismo modo que esa muchacha encuentra en su camino elementos que alenten o difuminen ese temor, Llosa comprende que el drama personal de Fausta no se debe establecer como un todo, y compone además un mosaico plural en el que caben elementos cercanos a la sátira —ese periplo en la búsqueda un ataúd, con particular colofón en una funeraria que los personaliza, o algunos de los preparativos de esa boda cada vez más cercana— e incluso una mirada ciertamente crítica —esa señora adinerada que contratará a Fausta, haciendo muestra de su dominancia siempre que puede—, complementando así un relato que no carga sus tintas y encuentra además un componente simbólico ideal.
El periplo que llevará a Fausta a trabajar en esa casa, pues, no es precisamente casual, y es que para dejar atrás los estigmas que la persiguen deberá enterrar su pasado. Un camino que La teta asustada refleja con una delicadeza —ni un plano fuera de lugar— y un poder de sugestión inusitado, logrando que los nexos establecidos no sean una mera transición y que todo cobre sentido en un film de extraña belleza.
Larga vida a la nueva carne.