Cuando un cinéfilo escribe para una página llamada Cine maldito y le es encargado reseñar una película de la filmografía del director francés Claude Miller, uno se pregunta si alguna vez ha afrontado, con asombro y estupefacción, a un cineasta más maldito que éste dentro de nuestras fronteras (aludiendo, en clave negativa o inexistente, a su popularidad, reconocimiento presente e interés dentro del gran público).
Bucear en la trayectoria filmográfica de este acérrimo realizador de corte clasicista puede conllevar el descubrimiento de grandes obras ocultas u olvidadas como Mortelle randonnée, todo un ejemplo de sólido neo-noir de principios de los ochenta donde Miller desarrolla un peculiar uso de los recursos más efectivos de los géneros cinematográficos más estimulantes para la experimentación narratológica: el thriller y la intriga.
Sin embargo, sería injusto que una reseña sobre esta película provocara un monopolístico enfoque de ensalzamiento de su figura orquestal, puesto que sus líneas técnico-artísticas presentan un elenco de nombres propios de talla y figura intachables generando, en la fusión de todos ellos, resultados muy estimulantes.
El guión lo firma el maestro Jacques Audiard (Un profeta, De latir mi corazón se ha parado), realizador del que es sabida su predilección hacia los maduros estudios reflexivos de la naturaleza humana, ensalzando de ella su contradicción, misterio y gravedad. Su sello antropológico hace que el film esté plagado de ademanes y recursos donde la psicología y el condicionamiento cultural presentan un amplio sentido de la introspección alegórica.
Así mismo, el desarrollo de la intriga se ve salpicado por un fuerte tono detectivesco y voyeur muy hitchcockiano (no solo en el trabajo de cámara sino también en el aprovechamiento de los atributos sensuales y sexuales de la hipnótica Isabelle Adjani), construido por la mano y la cámara veteranas del director de fotografía Pierre Lhomme, destacado por trabajos, pictóricamente hablando, de corte realista.
Por ello, el noir de Miller, el drama interno de Audiard y el realismo de L’homme componen, junto a unas fantásticas interpretaciones centrales (en especial, el avezado Michel Serrault), una sinfonía de intriga refinada y coherente donde, a través de un único ojo de buey, se accede a las distintas clases de aristas y puntos de giro donde se representan toda clase de escenas que desatan variadas jerarquías de efectos alterados y cognitivos.
Ese voyeurismo y ese afán fascinador por lo perverso, ya sea intelectual, emocional o corporal, nos induce el caprichoso gusto por resolver enigmas, por componer puzles y, en definitiva, por mirar cosas ajenas, que no nos pertenecen más allá de un encargo remunerado, sintiendo de forma simulada que tenemos el poder sobre aquellos que depositamos nuestras ingenua y oportunista mirada. Sobre este estadio de apariencias y complicidades con el espectador, que hace lo propio anticipándose a la resolución del enigma de la película, es donde Miller saca a relucir el conejo de su chistera, en un juego de manos donde los puntos de vista cambian y no todo es lo que parece ser. Esta película, ciertamente, presenta en su filmación unos recursos que también recuerdan a las mejores intrigas de Brian de Palma (Vestida para matar, Doble cuerpo), cuyas imágenes presentaban un poder de fascinación prohibida que enganchaban a unos ojos que no podían apartar su mirada de ellas.
Mortelle randonnée, por lo tanto, supone un efectivo y tenso trabajo de reconstrucción del gran cine negro francés de los cincuenta, más adaptado a las convenciones artísticas de los ochenta, donde Claude Miller se viste espontáneamente de Hitchcock para trazar un sólido retrato de cacería sin tregua por las expiaciones de unos personajes rotundos y ambivalentes, solitarios y peligrosos, angustiados y dominados por el peso de amenazas difusas, inconcretas y tangibles como las de unos ojos que observan incrédulos o una cámara que se dispara para inmortalizar el abyecto delito.