Sin duda Claude Lelouch se alza como uno de esos sobrevivientes de la época dorada del cine de autor francés surgido en la década de los sesenta que aún sigue levantando la voz en estos tiempos tan distintos a los que le tocó disfrutar en sus primeros pasos en el mundo del cine. Si bien sus últimos trabajos han restado cierto prestigio a su extensa filmografía (de más de 50 títulos), la llegada a nuestras pantallas este fin de semana de Los años más bellos de una vida, ha permitido rememorar los años más solventes y reivindicables de Lelouch a través de la que es su película más popular, que es a su vez la que protagoniza esta reseña: la mítica Un hombre y una mujer, cinta que ostenta el difícil logro de tener entre sus vitrinas el Oscar a la Mejor película extranjera unido a la Palma de Oro del Festival de Cannes entre otros muchos galardones.
Un hombre y una mujer fue un inesperado éxito de público y crítica de un primerizo por aquel entonces Claude Lelouch, un joven cineasta que ya en sus primeras obras mostraba cierta obsesión por torcer las líneas clásicas de la narración cinematográfica hacia unos senderos más escarpados y quebrados, sobre todo desde el punto de vista formal y visual, siguiendo en cierto sentido los parámetros fundados por esa generación de autores franceses que se convirtieron en el origen de la Nouvelle Vague. Sin pertenecer a esta corriente, el cine de Lelouch siempre se caracterizó por sus tics intelectuales —marcados de vez en cuando de cierta petulancia—, sus referencias a grandes obras de la literatura y la música universal, su ambición por erigirse en cronista de la historia europea acontecida a lo largo del siglo XX (sus films Toda una vida y Los unos y los otros, dos de sus obras más aclamadas, son clara muestra de ello), sus pretensiones de entremezclar la realidad ambiental con la irrealidad romántica que desprenden la mayoría de sus guiones y sus trucos visuales y narrativos que deambulaban desde los planos metralleta soviéticos, el empleo de montaje discontinuo y elíptico o culminando con la que fue la especialidad de la casa: los flashback como recurso estético y poético que ornamentaban la literatura de sus obras más sólidas y memorables.
Todos estos ingredientes se hallan presentes en Un hombre y una mujer, una película hija de su tiempo a la que los años le han manchado con ciertas huellas provocadas por la erosión propia de un producto que contiene demasiados condimentos que han pasado de moda. No obstante, nos encontramos ante una pieza de arqueología cinematográfica que resulta esencial para analizar el cine de Lelouch. Un fragmento efímero al que el cineasta galo ha acudido a lo largo de su trayectoria de un modo u otro como referencia que permaneció y permanece aún intacta en su manual de procedimiento.
La película no puede tener una premisa más sencilla y clásica a la vez. La tradicional historia romántica del nacimiento de un amor fugaz e imposible entre un piloto de carreras automovilísticas llamado Jean Louis, quien conoció épocas más doradas en el pasado, y una mujer llamada Anne que se dedica a recorrer los platós de cine como auxiliar con la finalidad de reverdecer viejas historias que le han dejado melancólicas y profundas heridas en su corazón. Ambos viudos. Ambos padres de dos niños que estudian en un internado. Por un azar del destino una noche Jean Louis recogerá a Anne, tras haber perdido ésta el tren de regreso a su hogar, en el internado donde estudian sus hijos para acercarla a su casa situada en el bohemio barrio de Montmartre de París. A través de pequeñas conversaciones sin importancia y de las evocaciones de Anne de su feliz vida en pareja junto a su marido (interpretado por su esposo en esos años, Pierre Barouh), un especialista de cine que murió en un accidente de trabajo, Jean Louis y Anne establecerán una extraña conexión de atracción e interés mutuo, tanto espiritual como físico, que sorteará los diferentes tramos que recorre el inicio del amor: el conocimiento, los miedos iniciales, el deseo, el misterio, la novedad, el encantamiento, las primeras citas románticas, las separaciones derivadas de las obligaciones familiares y laborales y finalmente el enamoramiento y el sexo… si bien efímero, fugaz, imposible de nutrir.
Lelouch apoya su discurso en un sinfín de referencias artísticas y cinematográficas. En Un hombre y una mujer resulta sencillo encontrarse con ese romanticismo fatalista de La dama de las Camelias o con la pasión desfogada del primer cine de Godard. También existen espacios comunes empleados en multitud de clásicos cinematográficos. Esa estación de tren que sirvió de escena de apertura a la primera imagen del cine y que asimismo fue punto de encuentro de los enamorados de otra obra que se siente en el perfume de la cinta de Lelouch como es Breve encuentro de David Lean. Y, como no, la playa como espacio de libertad. Un decorado presente tanto en Los 400 golpes como en La soledad del corredor de fondo, dos de las cintas más rompedoras e influyentes de inicios de los sesenta. Rematando el partido con un recurso estético un tanto excesivo y pretencioso en mi opinión como es esa paleta de tonalidades que camina desde los coloridos paisajes de la ciudad hacia esas secuencias vestidas de blanco y negro con la intención de mostrar la melancolía de unos personajes castigados por un ayer colmado de desgracias aún no superadas. De hecho, Un hombre y una mujer también ha dejado sentir su influjo en obras posteriores que se han convertido en clásicos del cine romántico como por ejemplo la trilogía Antes del de Linklater, que podríamos catalogar como la puesta a punto en cuanto a modernización de los esquemas empleados por Lelouch en su obra maestra (resulta simpático que Lelouch igualmente haya desarrollado su particular Boyhood con su trilogía de Un hombre y una mujer interpretada a lo largo de más de cincuenta años en los márgenes de la ficción por Trintignant y Aimée).
Para el recuerdo queda la maravillosa música de Francis Lai que aún permanece como uno de los sonetos más intimistas y hermosos de la historia del cine, y algunos intervalos ciertamente impactantes y bellos, como por ejemplo el encuentro en la playa de los enamorados adornado con una preciosa fotografía giratoria mientra Jean Louis y Anne se abrazan y besan mostrando la alegría de un reencuentro ansiado. También los últimos diez minutos de la película, para quien escribe el tramo más poderoso y fascinante del film, una carrera contra el reloj, el espacio y el destino a la desesperada con el objetivo de salvar una traba insuperable, o quizás sí, pues la cinta concluirá su periplo con uno de los finales más ambiguos y misteriosos de la historia del cine. O la escena de cama con la que culmina la cinta y el amor. Una secuencia cortada con mucho mimo y sabiduría por Lelouch, de modo que sin palabras, tan solo con la fuerza de la imagen de la pareja abandonando su timidez y adentrándose en los terrenos de la pasión, contiene alguno de los momentos más poéticos del film gracias a esos primeros planos del rostro de la maravillosa Anouk Aimée, que denotan el sufrimiento de un alma que desea liberarse de sus cadenas, pero que fracasa en su intento en el momento en el que esa cadena (en forma de anillo de matrimonio) resucita el remordimiento de la traición al antiguo paraíso perdido.
Quizás si Lelouch hubiera evitado azuzar el ambiente con sus surrealistas analepsis, sobre todo aquellas que evocan los recuerdos de los protagonistas en sus vidas pretéritas con sus antiguos amores —incluyendo alguna escena musical insertada a mayor gloria del popular Pierre Barouh—, así como alguna extravagancia narrativa como el comentado abuso de la mezcla del color con el blanco y negro, o la introducción de alguna secuencia documental que no parece encajar en el envoltorio de un film al que el paraje característico de la historia mínima que relata le sienta como anillo al dedo, el resultado final hubiera sido mucho más redondo.
A destacar la enorme química que desprenden Aimée y el fantástico Jean-Louis Trintignant, dos actores que con sus simples gestos y miradas soportan sin ningún problema todo el peso de la sencilla trama que embute un relato que sale adelante sin problema con tan solo el complemento de unos pocos actores que acompañarán a los dos protagonistas a lo largo de su éxtasis y agonía. Sobre todo un Trintignant como siempre enigmático, sensual y arrebatador que se desenvuelve con gracia y desparpajo tanto en los terrenos de la comedia como en los del drama desgarrado.
Todo lo comentado, y que brota del espíritu de esta obra primeriza, no es más que el espejo del cine de Lelouch. Un cineasta tan irregular como fascinante al que no se le puede reprochar nada, puesto que siempre apostó por tejer unas telarañas sembradas con su propia seda sin importarle por tanto el aplauso del público. Un autor muy afectado y pretencioso que cultivó sus propias historias y por tanto creador de un universo muy particular y reconocible. Un director que con Un hombre y una mujer alcanzó la cima de su arte a través de una historia paradigmática contada de un modo diferente y peculiar, muy vanguardista y arriesgado, haciendo gala de ese romanticismo exacerbado que empapó su grafía a lo largo de más de cincuenta años de carrera.
Todo modo de amor al cine.