En la magnífica exposición Insurrecciones, que hasta hace poco pudimos ver en el MNAC de Barcelona, el comisario Georges Didi-Huberman se fija en los pequeños gestos que forman un levantamiento o una revolución: el grito, el acto de levantarse, el puño en alto. En 2011, una plaza de El Cairo se situó en el centro del mundo a raíz de las protestas que se llevaron a cabo durante semanas. Los gestos que veíamos en las imágenes, muchas con el temblor típico de los teléfonos móviles, eran los ya mencionados, pero también otros que ejemplificaban nuevas formas de protesta que poco después tendrían ecos por todo el norte de África y también en Madrid, Londres o Nueva York: la importancia de internet y las redes sociales y la ocupación de espacios públicos.
Clash, de Mohamed Diab, sitúa su acción en el después de las protestas, cuando las cámaras de televisión se han ido, cuando nadie twittea ya sobre eso. En 2013, después de la dimisión de Mubarak y el ascenso al poder de los Hermanos Musulmanes, el ejército dio un golpe de estado que enterraba muchas de las reivindicaciones puestas en la mesa por la revolución. Diab hace la apuesta, a la vez valiente y arriesgada, de encerrar la película en la parte trasera de un furgón de la policía, en el que la cámara comparte espacio con varios detenidos por las protestas.
La película trata de ofrecernos un relato coral, mostrándonos una oposición completamente dividida, llena de facciones (Hermanos Musulmanes, clases medias laicas, obreros y jóvenes sin nada que perder), y una posible respuesta a por qué la revolución no cosechó los supuestos éxitos que el mundo estaba impaciente por otorgar. El pequeño furgón se torna así en una metáfora de Egipto, donde el encierro, el calor, los cuerpos agolpados y sudados, así como la constante claustrofobia, consiguen transmitirnos una sensación de desasosiego, de olla a presión a punto de estallar.
Aunque seguramente el dispositivo técnico que pone en marcha Mohamed Diab tarda demasiados minutos en brillar con su máximo esplendor, la película cuenta como un acierto replicar el estilo visual típico de las protestas: imágenes en ocasiones movidas, mal enfocadas, con poca profundidad de campo. El director también lleva su apuesta hasta al final, al no salir del furgón en toda la película, en una decisión casi más radical que en películas con propuestas similares como son Buried o La cabina.
Con una puesta en escena centrada en un solo espacio y un reparto coral, la película podría llegar a tener un cierto aire teatral. Y en ciertos momentos lo tiene, pero en el buen sentido. Elementos teatrales como la división de un solo espacio en varios microespacios, la coralidad como manera de dar voz a varios sectores sociales, o la importancia del fuera de campo o el backstage para crear tensión son algunos de los aciertos del film, además de un acertado final, tan desolador que no puede dejar a nadie indiferente. Clash sí se ve lastrada por ciertos diálogos y situaciones algo estereotipadas, así como personajes dibujados tan solo superficialmente. También la falta de contexto social e histórico puede provocar confusión, sobre todo entre espectadores occidentales. Más allá de eso, la película cuenta de manera brillante una (triste) historia que todos podremos entender, ya que es característica de muchos levantamientos: la historia de la división entre los oprimidos y la unión entre los opresores.